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GAIZKA OLEA
Miércoles, 16 de agosto 2017
Jon Atiega representa a la tercera generación dedicada a la agricultura. En Adana, cerca de Salvatierra, trabaja 15 hectáreas (él recurre al ancestral término de fanegas, y son unas 60) para extraer de la fértil tierra de la Llanada alavesa todo aquello que tenga a bien dar con la ayuda inestimable de sus propietarios. Antes que él, su abuelo sudó sobre las parcelas, como luego hizo Casiano, el padre de Jon, que antes que nada alaba la preparación de los jóvenes para las tareas del campo, incluidas aquellas que tienen poco que ver con siembras y recolecciones, como son las meramente administrativas. «Hoy tienes que dedicar tres o cuatro horas diarias a los papeles», bromea Casiano. O tal vez no.
Su hijo, un mecánico que regresó al campo junto a su familia, pone en el mercado alubia pinta alavesa, esa joya gastronómica que junto a la tolosana, representa uno de los puntales de la gastronomía popular vasca. Pocas cosas hay más modestas que esta venerada legumbre, pocas más socorridas, y menos aún a la hora de elevar la calidad de un cocido. No es lo único que produce, pues cultiva también alubias blancas arrocinas y garbanzos de Álava, y por aquello de mantener viva la tierra, recolecta cereal, espinacas y remolacha. «Hay que diversificar para garantizar trabajo todo el año y sacar con unos lo que quizá no puedas obtener con otros».
Atiega admite que él tuvo a su favor la tradición familiar, porque «empezar de cero es caro», pues hay poco terreno disponible y la adquisición de la maquinaria resulta muy gravosa. Esa es, a su juicio, las causas por las que resulta tan complicado el relevo en el campo. «Hay que dejar la tierra a los jóvenes -tercia Casiano-, porque el que se queda en la agricultura va a vivir bien». Jon, su hijo, menea la cabeza, como si dudara del entusiasmo de su padre. Habla Casiano de las ayudas de Bruselas, de que «hay que estar a bien con Europa», mientras que Jon defiende las explotaciones familiares, que vinculan a la gente a los pueblos y aldeas como Adana, donde sobran dedos de las dos manos para contar el número de niños.
«Ahora empiezan a quedarse los agricultores, porque hubo tiempos en los que se iban todos. Aún así -subraya el agricultor-, hay que reconocer que la edad media de los afiliados a UAGA (Unión de Agricultores y Ganaderos de Álava) es muy alta». La alubia pinta es, más que otro género, el que le permite mantenerse atado a la producción. Esta legumbre pequeña de pintas rosáceas, escasa piel y fina al paladar, la vende con etiquetas a su nombre en un radio de unos 20 kilómetros de su casa, puro Kilómetro 0, en comercios, los mercados que organiza UAGA o en el Corte Inglés. Y siempre a un precio estable, para no caer en esos vaivenes que terminan confundiendo al consumidor, que bastante tiene con comprobar la calidad de lo que compra.
«En esto de la alubia hay mucho fraude y están engañando al consumidor: están vendiendo como blanca arrocina alubias que en su mayoría vienen de Argentina», asegura. Si se le pregunta cuánto produce, Atiega lanza la cantidad de unos 20.000 kilos anuales, aunque matiza que todo depende del clima, porque estamos, en sus propias palabras, ante «un cultivo muy complicado, es que todo le sienta mal».
Y todo, como puede comprobar cualquiera que mire por la ventana, es ese tiempo loco que nos ha caído en suerte. «Pasamos de más de 30 grados a 15 y de repente llueve mucho», dice. Y la lluvia es la causante de la irrupción del botrytis, un hongo puñetero que se ceba con las hojas de la planta. Y sin hojas, o con hojas deterioradas, la producción se reduce. «Al gorgojo, en cambio, lo combatimos congelando la legumbre, aunque otros recurren al gas», informa.
La alubia pinta se siembra en mayo y se recolecta en septiembre, incluso en octubre, en función del clima, y durante ese tiempo requiere una atención permanente por esa desgraciada costumbre de los hierbajos por aparecer donde nadie les llama. Pero a Jon Atiega, el esfuerzo le cunde y no piensa moverse de Adana. Con cierta retranca, recuerda además los papeles de los que hablaba su padre y que le permiten mantenerse en una actividad que, ya lo había dicho, es muy cara: «Estoy casado con la Diputación», bromea acerca de los acuerdos sobre ayudas que obligan al receptor a permanecer vinculado a la tierra.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras (gráficos)
Lucía Palacios | Madrid
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