Ángel Pascual, con su mujer y sus hijos. Iñigo tiene las manos en las rodillas y lleva camiseta blanca. álbum familiar

«Hubiera preferido que me mataran a mí y no a mi padre»

40 aniversario ·

Iñigo Pascual evoca la figura de su padre, Ángel, ingeniero de Lemoiz que fue asesinado por ETA en presencia de su hijo

Domingo, 1 de mayo 2022

Iñigo Pascual estaba en aquel coche cuando ETA mató a su padre con 25 disparos. Era un día cualquiera, cargado de rutinas como la de levantarse temprano, desayunar algo rápido e ir juntos desde Begoña hasta la plaza Moyua, donde él cogía un autobús que ... le llevaba al colegio. Aquel 5 de mayo de 1982, Ángel Pascual y su hijo salieron del garaje en su Renault 18. El padre tuvo tiempo de pronunciar una frase que debió haber sido una mera anécdota y no el comienzo del fin. Qué raro ese hombre con gafas y traje, apoyado en un coche, leyendo el periódico tan pronto. Al llegar a su altura, un Seat 131 Blanco que estaba aparcado a la izquierda les cortó el paso por sorpresa. Entonces, llegaron los 30 segundos más largos de su vida. «Dos pistoleros bajaron muy rápido del coche y, junto con el hombre del periódico, mataron a mi padre con más de 25 disparos con armas automáticas». Iñigo tenía 17 años.

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«Al principio no supe qué hacer, cómo reaccionar. Y luego, cuando ya era tarde, puse mi carpeta del colegio delante de su cabeza para que no le siguieran disparando. Le insulté al que disparaba desde la ventanilla del conductor y le grité que parasen». A Iñigo le hirieron levemente en la mano y en las fotografías del funeral en la Prensa aparece con el brazo en cabestrillo. «La Policía me explicó que había un pequeño hueco libre entre las balas por el ángulo desde el que dispararon los tres y la trayectoria. Yo, además, me moví para interponer la carpeta». Sabe que está vivo de milagro pero esa idea no le ha ayudado en estos años. «Yo hubiera preferido que me mataran a mí y no a mi padre. Lo pensé durante años. Aún lo pienso. Hoy todavía me cambiaría por él».

«Mi padre me enseñó una carta. ETA le amenazaba 'por última vez'. Me explicó por qué no lo iba a dejar»

¿Quién era ese hombre asesinado hace cuatro décadas? Para entender al ingeniero de Iberduero Ángel Pascual hace falta echar la vista atrás. Mucho antes de que le pusieran al frente del proyecto de la central nuclear de Lemoiz, mucho antes de las primeras amenazas, antes incluso de que fuera ingeniero. Ángel nació en 1937 en Francia, en el seno de una familia muy humilde. Su padre había formado parte de las filas del Ejército republicano en la guerra y se tuvo que exiliar. Cuando pudieron volver a España, encontró empleo en la reconstrucción de un canal mientras su esposa, la madre de Iñigo, trabaja de costurera. Ángel supo siempre que cada centímetro tendría que ganárselo. Con catorce años consiguió su primer empleo en una fábrica de bobinas eléctricas de hilo fino. «La empresa pedía hacer tres por trabajador y día, y daba una prima por las demás. El acabó tres el primer día, luego seis, doce y un día veintinueve».

Superó las pruebas para entrar en Iberduero, se convirtió en delineante, luego en ingeniero y acabó siendo uno de los directores de la empresa, a las órdenes directas del presidente de Iberduero. Tenía sólo 44 años.

Es este hombre, Ángel Pascual, el que una tarde de 1982 llamó a su hijo Iñigo y le pidió que fuera a su habitación. Sacó una carta del fondo del cajón de las mudas. Iñigo la leyó. ETA amenazaba al ingeniero de Lemoiz y le advertía de que era el último aviso. Le matarían si no abandonaba el proyecto. «¿Tú qué harías, Iñigo?». «Dejarlo ahora mismo», contestó el chaval. «Pues yo no voy a hacerlo por dos motivos. El primero es que creo en lo que hago, creo en la energía nuclear. Y el segundo es que me ha costado mucho llegar adonde he llegado».

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«Puse mi carpeta del colegio delante de su cabeza y les grité que no siguieran disparando»

El final de la amenaza

La historia de cada víctima contiene decenas de cabos sueltos, hilos que se escapan de las manos, planes que nunca vieron la luz, futuros truncados. Cuando le mataron, Ángel Pascual creía firmemente que el mayor peligro ya había pasado. No sólo porque viajaba con escolta, sino porque veía visos para que la amenaza se extinguiera. «El PNV va a apoyar la energía nuclear», le había dicho a un familiar días antes. Atisbaba un acuerdo entre el Gobierno vasco y el central que confiaba en que serviría de escudo para la central. Las obras estaban prácticamente terminadas.

Sin embargo, el proyecto embarrancaría tras la muerte a tiros del directivo. ETA lo asesinó el día de la constitución de la sociedad que gestionaría Lemoiz. Era la segunda víctima en poco más de un año, tras el secuestro y asesinato del ingeniero José María Ryan. Las manifestaciones contra la central en Euskadi eran multitudinarias. Al final, el Gobierno aplazó el proyecto. «No podían garantizar la seguridad». En 1982, Felipe González ganó las elecciones y el proyecto de Lemoiz se quedó en un cajón. Desde 2020 es una mole de hormigón en manos del Gobierno vasco.

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Iñigo Pascual recuerda el apoyo de vecinos y amigos tras la muerte de su padre. Agradece que la empresa les echó un buen cable para sacar adelante una familia de cuatro hijos que había perdido al progenitor. Sólo hubo una voz discordante, un encuentro fortuito en el puente de Deusto que Iñigo recuerda con nitidez. «Era un compañero de clase. Me saludó y me dijo que lamentaba mucho la muerte de mi padre, pero que era un mal necesario», recuerda. «Al principio, no supe qué responder. Luego le dije que, si esto le hubiera pasado a su padre o a él, no pensaría igual. Y me marché».

Tras el crimen -un caso no resuelto, sin culpables ni condenas-, la familia Pascual inició un viaje en que el dolor lo inundó todo. «Nos afectó a muchísimo todos los hermanos y todavía más a mi madre. La recuerdo llorando a los pies de mi cama preguntándose por qué nos había pasado algo así». Antes del atentado, en aquellas confidencias entre padre e hijo, Ángel le pidió a Iñigo «que me encargara de la familia si algo le pasaba». Un peso gigantesco para un chaval de 17 años. «Fracasé estrepitosamente. No me podía ayudar a mí mismo, difícilmente podía ayudar a los demás. Vi sufrir mucho a mi familia. Me volví alguien muy duro, sin empatía, muy diferente. Muy exigente, porque la vida lo había sido conmigo». Un infierno que le llevó a «tocar fondo con un intento de suicidio» a los cuatro años del atentado. Ahí empezó a cuidarse, a tratar aquel dolor enorme con un profesional, a salir del pozo. «Poco a poco, pude hablar, leer los recortes de esos días que me entregó un amigo». Se involucró en asociaciones de víctimas, como Covite. Enderezó el rumbo.

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Aunque Iñigo no lo destaca, también hizo cosas increíbles en medio del dolor. Desde el primer instante, cuando abrazó en aquel coche a su padre, que había muerto en el acto. «Aunque ya no podía escucharme, le dije que le quería mucho. Luego salí del coche y me fui a casa. Quería ser yo quien se lo contara a mi madre. No quería que se enterase de otra manera».

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