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j. j. hernández
Domingo, 16 de enero 2022
Alejandro Ramos nació en las casas del cuartel de la Guardia Civil en Oñati, uno de los destinos más peligrosos. «Una noche tiraron cócteles y uno entró por la ventana de mi cuarto. Yo tenía cuatro años. Llegó mi padre corriendo y me tapó con una manta para sacarme». Es una escena que recuerda perfectamente. «La revivo desde entonces, con pesadillas muy vivas reviviendo todo, por lo menos dos noches por semana». Dos años antes, en 1983, su padre Antonio Ramos había salido ileso de un atentado con coche bomba que costó la vida a un compañero que viajaba con él. El 8 junio de 1986, la suerte cambió. Un comando de ETA asesinó a su padre cuando salía, de paisano y con otros compañeros, de un bar de Mondragón. Las crónicas de la época recogieron la entereza en el funeral de la esposa de Antonio, María del Carmen Rodríguez, embarazada de seis meses.
«Mi hermano nació con un autismo severo. Pensamos que fue por todo aquello. No había antecedentes en la familia. Manuel está internado en un centro. Ahora es un tiarrón de un metro ochenta, con pañales, que nunca ha podido hablar. Para mí, es la víctima más grande del terrorismo porque lo fue antes de nacer», valora. Todo aquello trastornó a su madre. «Tuvo muchos intentos de suicidio y al final lo logró en 2007, dos días antes de mi cumpleaños. Me dejó una nota de 'feliz cumpleaños'», recuerda. «Ella tenía una depresión muy profunda y el 'síndrome del norte'. Se asustaba con cualquier ruido y mis cuentos de cuna eran historias de atentados y compañeros muertos. No estaba bien».
Una historia así marca a todos. «Estoy de psicólogos y psiquiatras hace muchos años. Tengo trastorno de personalidad tipo límite y un trastorno del sueño por las pesadillas. No puedo dormir con mi pareja porque me despierto gritando, dando patadas. He tenido tres intentos de suicidio», reconoce.
Alejandro es una de esas víctimas del terrorismo que necesita ayuda. Le reconocieron por sentencia la incapacidad absoluta pero «al presentar los papeles, sólo me dieron la parcial». Lleva ocho años en la vía del contencioso-administrativo. «Mi madre tenía una pensión pero nos la quitaron al morir. Y los hijos no tenemos derecho a pensión». Él sobrevive gracias a «una ayuda para comer de Covite» y «es muy difícil pasar página con esta situación». «Ver que hay dinero para los presos y que a mí el Estado me deja en la cuneta... Lo último que han hecho es pedirme nueve mil euros de las costas por ir al contencioso», se lamenta.
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