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El nombramiento de Enrique Arnaldo como magistrado del Tribunal Constitucional es un escándalo en términos democráticos que nos debería avergonzar a todos los ciudadanos y ... especialmente a los diputados que con su voto lo han legitimado. Ciertamente el TC vive desde hace ya unos cuantos años por méritos propios un proceso de desprestigio y devaluación. A ello han contribuido también, y de qué manera, las formaciones mayoritarias como el PSOE y el PP, que han aprovechado la renovación de los vocales para pactar candidatos conforme al criterio de reparto y afinidad política más que a los de competencia, imparcialidad y dignidad que les hicieran merecedores de un consenso incontestable. Lo anterior no significa que todos los magistrados, nombrados en virtud del pacto entre socialistas y populares, hayan actuado y convertido la institución en una especie de «correa de transmisión» de sus promotores, pero el vicio de origen de la politización ha deteriorado la autoridad de esta institución.
La actuación que está llevando el PP desde hace años, obstaculizando la renovación de instituciones tan relevantes como el CGPJ y el TC, constituye la expresión radicalizada de la cultura de la fagocitación y colonización, hasta llegar al punto de utilizar el bloqueo de la renovación de los cargos como un auténtico chantaje para colocar a sus candidatos serviles, aunque ello suponga un ataque a los principios constitucionales de imparcialidad, independencia y dignidad. La candidatura de Arnaldo, vista su trayectoria y antecedentes, choca frontalmente con estos principios. Sencillamente, no es idóneo para ser magistrado del TC.
De ahí que resulte incomprensible que PSOE y Unidas Podemos hayan aceptado la inclusión de este candidato, máxime cuando reconocen expresamente que no supera la prueba de idoneidad. Dicha aceptación significa el cuestionamiento de la función asignada a la Comisión Constitucional para el examen de idoneidad de los candidatos, y, en segundo lugar, lo que es más grave, el nombramiento supone un ataque a los principios de imparcialidad y dignidad. Se apela por los partidos del Gobierno a la «responsabilidad» para justificar este pacto, cuando es precisamente la responsabilidad con la democracia y con los principios constitucionales la norma ética que debe guiar la actuación del político responsable.
Tampoco se explica por la «teoría del mal menor», máxime cuando tal argumento se esgrime por militantes políticos que vinieron a la plaza pública a cambiar las viejas prácticas del bipartidismo. En este caso no cabe la distinción entre la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad, ambas son perfectamente compatibles y no existe contraposición, pues la norma de conciencia y la de responsabilidad tienen como fin supremo defender el sistema democrático y sus instituciones, sin ceder al chantaje que exige legitimar como idóneo a quien no lo es.
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