Que le vaya bonito
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En la más reciente tendencia federalizante que está imponiéndose en la Unión, la apuesta por la solidaridad encaja mucho mejor que la opción por la excepcionalidadHan debido de ser multitudes, por lo que dicen los medios, los que han abandonado su residencia habitual para desplazarse, dentro o fuera del país, a un lugar de descanso. Se han recuperado así los desplazamientos y ocupaciones anteriores al año en que se declaró ... la pandemia. El hartazgo por las restricciones del pasado y el «que me quiten lo bailao» por lo que pueda ocurrir en el futuro han sido, sin duda, los dos motivos de tan multitudinario éxodo. No osaré criticarlo. La incertidumbre vale tanto para ahorrar como para gastar. Y, por lo visto, hasta para malgastar. ¡Quién sabe la suerte que nos deparará el destino!
Sin que sea mi intención ir de malaje, no diría que las cosas estén para tirar cohetes. ¡Quién puede ser optimista con estas intermitentes olas de calor que ni a los más escépticos les permiten ya dudar de un cambio climático que se revela imparable; con la tragedia de una guerra de nunca acabar que amenaza, además de la existencia de Ucrania y los ucranianos, nuestro cómodo estilo de vida; con esta inflación que, aparte del brusco empobrecimiento que causa, desestabiliza los gobiernos y tensiona las relaciones sociolaborales; con una crisis energética, en fin, que está poniendo a prueba la cohesión que se había labrado estos últimos años la Unión Europea! Y, tomando pie de este último punto, me permito una reflexión que nos afecta muy en particular como país miembro de esa Unión.
Se trata de la contraposición que está instalándose en los Gobiernos nacionales entre excepcionalidad y solidaridad. El nuestro parece haber cogido la costumbre de decantarse por la primera. Logró hace no mucho el reconocimiento de «la excepcionalidad ibérica» en materia del precio de la energía, que luego vendió como triunfo nacional y ejemplo para los demás europeos. Ahora aboga por la excepcionalidad ante las restricciones que la Comisión ha propuesto para el consumo de energía en el conjunto de la comunidad. La ministra para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, Teresa Ribera, ha reaccionado a la propuesta negándose a aceptarla. Y, en su negativa, ha tenido el mal gusto de recurrir a una suerte de arrogante revanchismo aduciendo el supuesto hecho de que, «a diferencia de otros, nosotros no hemos vivido -en cuanto al consumo de energía se refiere- por encima de nuestras posibilidades» y remedando así las desafortunadas palabras con que países del Norte afearon nuestra conducta cuando la crisis financiera provocó el control externo de nuestras cuentas.
Aparte de que el hecho no es incontrovertible, pues nuestra industria es más intensiva en el consumo de energía que la media de la Unión, las palabras de la ministra resultan gratuitamente ofensivas y provocadoras. No son, desde luego, las que más se adaptan a un momento en que la Unión ha cambiado de actitud, y la cohesión se ha erigido en su absoluta prioridad. Y suenan, sobre todo, inoportunas tras la comunitarización que la Unión ha seguido en la compra de vacunas durante la pandemia y la mancomunación de la deuda en el programa Next Generation para la recuperación, del que España ha salido muy beneficiada. Se trata, pues, de un interesado cuelgue y descuelgue o de una alternancia a conveniencia entre solidaridad y excepcionalidad que resulta contraproducente tanto para el país que lo practica, por minar su fiabilidad, como para la Unión que lo sufre, por afectar a su cohesión. Estar a las duras y a las maduras, dar o recibir cuando toca, es parte de la lealtad que la Unión merece. Y, cuando se prefiere lo contrario, han de aportarse argumentos bien fundados y respetuosos, no palabras enmohecidas de rencor.
Pero sea esto como fuere, al presidente se le ve decidido a afrontar la coyuntura con esta su repentina y personalísima decisión de renovar personas y órganos del partido, aunque ello haya sido a base de rescatar figuras que no hace tanto fueron descartadas y a costa de confundir funciones partidistas y gubernamentales. «He aquí que yo lo hago todo nuevo» parece haber sido el apocalíptico anuncio seguido, si bien no poco de lo nuevo desprende un muy reconocible aroma a naftalina. Pero esto es algo común a todos los partidos, que se han convertido en células oclusas en las que, a falta de ventilación exterior, sólo cabe agitar y remover lo que hay dentro para dar apariencia de renovación y crear la esperanza de que, de tanto revolver, como en bombo de lotería, acabará saliendo alguna vez la bola con el número de la suerte. Yo, al menos, con esa esperanza inicio mi ocio veraniego. Y a él, al presidente, le deseo que le vaya bonito, pues a todos nos va no poco en ello.
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