Tanto la composición del nuevo Tribunal Constitucional como la elección de su presidencia y vicepresidencia han venido a reforzar la falsa y perniciosa idea de que el reparto de miembros y cargos de la institución debe ajustarse a la relación de fuerzas que dictan las ... elecciones en cada legislatura. Sólo la loable y valiente actitud de la vocal María Luisa Balaguer, que mantuvo hasta el final su candidatura a la presidencia, trató de hacer frente, sin éxito, a tan arraigada creencia. El asunto es de tal sensibilidad, que sólo un análisis libre de prejuicios y pasiones podrá arrojar luz sobre las implicaciones que tiene en el orden jurídico y político. Y nada mejor para lograrlo que dar la palabra al propio Tribunal.
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La STC 108, 1986 la toma y desarrolla por extenso. A propósito de un recurso de inconstitucionalidad contra la Ley del Poder Judicial del año anterior, expone unas reflexiones sobre el pluralismo e independencia de esta institución, así como sobre el modo de elección de sus miembros, que son perfectamente aplicables al TC, cuya característica más definitoria es, junto con la excelencia que debe adornar a sus miembros, precisamente la independencia. Y así, en su fundamento jurídico 13, al tratar de la elección de los vocales por el Parlamento, el alto Tribunal entra en una especie de diálogo consigo mismo, a fin de aclararse las dudas que tales asuntos le plantean.
Parte el Tribunal reconociendo que la finalidad de que, en el órgano en cuestión, estén representadas «las diversas corrientes de pensamiento» que hay en la sociedad y en la judicatura corre el riesgo de frustrarse, «si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas…, atienden sólo a la división de fuerzas existentes en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos». Y, aun admitiendo que «la lógica del Estado de partidos empuja a actuaciones de este género», piensa que «esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha... ciertos ámbitos de poder y, entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial». Lo cual vale también, y con mayor razón, para el Tribunal Constitucional.
No es ingenuo el TC. Admite «la existencia y aun la probabilidad de este riesgo, creado por un precepto que hace posible, pero no necesaria, una actuación contraria al espíritu constitucional». Estima, sin embargo, que, como «su texto no impide una interpretación adecuada de la Constitución», sino que «es susceptible de una… conforme… a ella…, procede declarar que ese precepto» (sobre la elección de los miembros por las Cámaras) «no es contrario a la Constitución». Hasta ahí llega. Y así, asumida la no inconstitucionalidad de la ley, quedan también definidos los límites dentro de los cuales la política está autorizada a intervenir, para que su actuación no suponga una extralimitación contraria al espíritu constitucional.
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Aparte de estas reflexiones explícitas del TC, la propia Constitución y su desarrollo orgánico ya habían previsto una serie de cautelas que aseguraran el respeto de los límites trazados en la elección de sus miembros. La multiplicidad de actores que intervienen -Congreso, Senado, Gobierno y CGPJ-, las mayorías cualificadas que se requieren y la duración de nueve años para su vigencia, de modo que no coincidan con los ritmos electorales, denotan una indisimulada intención limitativa que permite al TC funcionar con independencia de las instituciones que debe controlar. Pero ni las reflexiones del TC ni las limitaciones han bastado. La práctica seguida hasta ahora traza una trayectoria que se aleja cada vez más de la meta fijada. Hoy puede decirse que los dos grandes partidos, junto con los que se han alternado en su apoyo, se han extralimitado en grados diversos. La ley, en vez de ser guía de conductas, se ha convertido en obstáculo a sortear. Y el «todos hacen lo mismo», en la excusa que se esgrime para justificar lo injustificable.
El nivel de las extralimitaciones ha ido elevándose con el paso del tiempo. Han cambiado, sobre todo, las formas. Lo que era disimulo vergonzante es hoy descarada desvergüenza. Así, elegir, por poner un ejemplo cercano, a los que han sido subordinados con la pretensión de que actuarán con independencia en causas que afectan a quien los ha elegido es cinismo puro y duro. Recuerda al que, recriminado por orinar en la piscina, se excusa con el tópico de que «todos lo hacen», hasta que alguien le pone el dedo en la llaga de su desfachatez: «sí, todos lo hacen. Pero no desde el trampolín». Pues eso.
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