Resulta meritorio que el lehendakari lograra ayer poner de acuerdo a sus socios y al principal partido de la oposición (con el apoyo entusiasta de la plataforma ciudadana que agita el unilateralismo soberanista a la catalana) en la futilidad de mirar al pasado como solución ... de futuro. El PSE, EH Bildu y Gure Esku coincidieron en reprochar a Urkullu, por razones diferentes, que se pusiera decimonónico y repintara el cuadro del abrazo entre Maroto y Espartero para exigir en realidad que se blinden las competencias vascas con un sistema de mutuas garantías inspirado en el Concierto Económico.
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Los socialistas porque captan perfectamente que el quid de la cuestión, como se encargó de pasar a limpio Joseba Egibar, no es tanto acordar una reforma que profundice las actuales cotas de autogobierno sino «cambiar de estatus para que se cumpla el Estatuto». Pasado a limpio también lo de Egibar, que los vascos no van a ser menos que Cataluña y su Govern, al que Sánchez ha regalado la foto «potente» (veremos si algo más) de un presidente acudiendo al Palau para despachar de tú a tú con la Generalitat. Federalismo asimétrico, debe de ser. Al PNV, siempre pragmático, no le hacen falta escenificaciones ni mesas de roble macizo. Se conforma con pedir lo mismo sin hacer tanto ruido: una relación bilateral a todos los efectos que les permita, por ejemplo, nombrar a una parte de los jueces encargados de dirimir los conflictos competenciales en lugar de quedar en manos del Constitucional. «No hay pacto sin un sistema recíproco de garantías cuyo arbitro no quede a merced de una de las partes», aclaró Urkullu, por si las moscas, en su réplica vespertina. A la izquierda abertzale no le vale, claro, nada que no sea un referéndum de independencia y por eso le pone igualmente de los nervios la pulsión historicista del lehendakari. No le conviene a EH Bildu, ya se sabe, mirar al pasado. Ni a 1839 ni a 1999, pongamos por caso.
El lehendakari logró soliviantar a todos, empezando, seguramente, por los historiadores, pero también al sufrido ciudadano que, pendiente de la inmunidad de rebaño, de la variante Mu, de los ERTE y de la factura de la luz, se encontró a Urkullu hablando de cuando los territorios vascos tenían aduana. La perplejidad que se adueñó del respetable demuestra que el lehendakari erró al cerrar el soneto del «renacimiento» vasco, de la inversión pública y de la luz al final del túnel con el inoportuno estrambote de la nación foral. Un conjunto de versos, dice la RAE, que «por gracejo o bizarría» se añaden al final de la composición poética. Risas desenfadadas no provocó muchas, así que habrá que concluir que fue más bien un acto de arrojo soberanista, un recordatorio de que el PNV no renuncia a sus aspiraciones por mucho que la pandemia le haya obligado a aparcarlas. El problema es que, aunque Urkullu empezó a hablar de la reintegración foral plena en su primera legislatura, la ausencia de novedades no evitó que se desviara el foco de lo que hoy preocupa a los ciudadanos. A no ser que se buscara precisamente eso. Un aviso a navegantes. O a La Moncloa.
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