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La irrupción de la noticia sobre indicios de vida en Venus nos había hecho albergar la ilusión de contar un día con quien nos acompañe en este forzado aislamientoSecciones
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Análisis ·
La irrupción de la noticia sobre indicios de vida en Venus nos había hecho albergar la ilusión de contar un día con quien nos acompañe en este forzado aislamientoCuando nadie lo esperaba, sumidos como estábamos en esta pandemia que no ceja, un oscuro grupo de astrónomos, siempre a lo suyo, ha logrado saltar a las primeras páginas de los diarios y a la apertura de los medios audiovisuales -desvelando, de paso, la ignorancia ... de analistas y tertulianos- con un hallazgo que se ha ganado la unanimidad de los titulares: «Detectan indicios de vida en Venus». De repente, la opinión pública ha desviado su atención del asunto que, entre el aburrimiento y la alarma, la tenía atrapada, para centrarla en uno de esos descubrimientos que siempre despiertan en el hombre una mezcla de curioso escepticismo e infantil entusiasmo.
No es fácil de adivinar si el impacto que ha causado el hallazgo ha de atribuirse sólo al ansia de escapar de las deprimentes noticias sobre las andanzas del virus o también a la satisfacción de haber encontrado, por fin, a un compañero que nos alivie la soledad a la que nos vemos condenados en este frío universo. Ambas causas son verosímiles. La huida de la agobiante realidad que nos rodea bastaría para explicarlo. Pero la búsqueda de compañía en ese mundo exterior que, sin jamás alcanzarlo, todas las noches contemplamos tan cercano no ha dejado nunca de azuzar la imaginación del hombre desde que éste elevó por primera vez sus ojos al cielo. A mí, al menos, siempre me ha intrigado la pregunta de qué pintamos, solos, en este inmenso enjambre de mundos que nos rondan alrededor, sin saber nosotros, ni quizá tampoco ellos, por qué y para qué hemos de seguir siempre atados a nuestras órbitas sin poder encontrarnos.
Unamuno sintió como pocos la misma intriga -angustia, en su caso- y consiguió expresarla como nadie en un poema titulado con el nombre de la estrella 'Aldebarán'. Contemplándola desde la tierra, «mota de polvo», no llega a dar respuesta a su acuciante inquietud de si, en su continuo rodar, se encuentran alguna vez los astros o si, más bien, viven, esclavos de sus órbitas -«cada cual solitario en su sendero»- en eterna soledad. La pregunta se le vuelve obsesiva, como si se negara a admitir la ineluctable condena. «¿Todos van en silencio, solitarios, sin una vez juntarse?». Asume, por fin, que «solo, perdido en lo infinito,/ Aldebarán,/ perdido en la infinita muchedumbre de solitarios»…, habrá de perseguir a unas Pléyades que «siempre el mismo trecho le mantienen». Pero, resignado a la incomunicación intersideral, le inquieta aún una enternecedora pregunta que, por personal, se le hace aún más angustiosa: «¿Me oyes a mí?»
El último hallazgo del oscuro grupo de astrónomos, apuntando a la existencia de vida en Venus, ha despertado en nosotros la misma inquietud que le inspiró a Unamuno su poema. Angustiado él por preguntas sobre el rodar del universo y agobiados nosotros por las amenazas que perturban nuestra diaria vida terrena, encontramos, por fin, en ese vislumbre de vida planetaria a alguien que pueda acompañarnos en nuestra infinita soledad. El aislamiento y la «distancia social» que hoy sufrimos ha exacerbado quizá esa necesidad de compañía que nunca nos abandona. Y una vana promesa de vida común, aunque lejana, ha logrado distraernos, como un fugaz cometa, de nuestro actual agobio.
Vana promesa. Ese ADN compartido, si alguna vez estuvo en Venus, es del todo improbable que haya logrado recorrer, pese a su terco empeño por sobrevivir, el mismo azaroso trayecto que, en los hombres de nuestra «mota de polvo», ha transitado, a través de milenios, hasta hacer de nosotros lo que somos. Y distracción fugaz, difícilmente conseguirá persistir y convertir en entusiasmo el escepticismo. Ni los medios han mantenido su atención más de 24 horas en la noticia tras abrirla con gran alharaca. Pasará algún tiempo, no mucho, y otro oscuro grupo de astrónomos, trasmutados esta vez en astrólogos, nos despertarán del ensueño para decirnos, decepcionados, que todo fue un engaño de la frívola y voluble diosa romana y que ese tufo a «pescado podrido» que envuelve su planeta quizá no fuera más que el postrer efluvio del impúdico sexo de una ya vieja Venus, hija, nieta, biznieta y tataranieta de esa saga de arteras deidades que integran la griega Afrodita, la fenicia Astarté, la Ishtar asirio-babilónica y la ancestral Inanna de los piadosos sumerios, expertas, todas, en seducir al hombre con señuelos. Devueltos, así, al «solitario sendero», seguiremos condenados a pechar, solos, con los estragos que, durante nuestra fugaz distracción, habrá dejado tras sí la pandemia.
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