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Dicen que lo que mal empieza mal acaba, y ese triste fin puede ser el de la Ley Vasca de Educación. Empezó mal, con un acuerdo inicial entre fuerzas nacionalistas que pretendía supeditar la educación a su forma de entender este país, olvidando los consensos ... alcanzados hasta ahora y pergeñando un texto que comprometiese poco para dejar las manos libres al Ejecutivo.
Se gestó a oscuras, escondiendo a la opinión pública los datos de las evaluaciones realizadas que mostraban un preocupante descenso de los rendimientos escolares. Se ocultaron para ello los datos de informes internacionales, como PIRLS o PISA y propios como las evaluaciones de diagnóstico, que sólo se hicieron públicos, parcialmente, tras la denuncia correspondiente.
Y si nadie lo remedia, nacerá también a oscuras en lo que nos interesa, que es el éxito escolar, ya que el consejero de Educación ha dejado nuevamente bajo llave los últimos informes correspondientes a las evaluaciones de fin de etapa de 2022 y de diagnóstico de 4º curso de Educación Primaria y 2º de ESO de 2023, pese a haber comprometido en sede parlamentaria y antes del verano su publicación. Y de esa manera, resulta improbable que ni la ley ni la sociedad identifiquen correctamente los problemas y puedan aportar soluciones adecuadas.
En este debate, el fulgor de la discusión sobre el tratamiento lingüístico ha eclipsado otros temas específicamente educativos, pero es que el texto inicial no solo pretendía acabar con iniciativas socialistas como la Ley de la Escuela Pública Vasca de 1993 o la Ley de Consejos Escolares de 1988, sino que aspiraba a dejar sin efecto la Ley de Normalización de Uso del Euskara de 1982, al menos su capítulo dedicado al uso del euskera en la enseñanza. Una ley cuyos consensos, amplios y transversales, están siendo socavados, sorprendentemente, desde instancias del propio Gobierno vasco, obnubilado por el soberanismo.
La enmienda sobre modelos lingüísticos, pactada por los socios de gobierno y registrada en el último segundo aspira a reconducir la situación, choca, inevitablemente, con otras redacciones del texto. Lo cual no es extraño, porque esa es la principal característica del todavía proyecto, que dice y no dice, compromete y elude, garantiza pero desampara al mismo tiempo. Y así, se puede ser público y privado, laico y religioso, gratuito pero no tanto, todo ello a la vez. No es imposible, por lo tanto que el consejero de Educación no encabece el enésimo intento de mezclar más agua con aceite, también en el terreno lingüístico.
Lo más inteligente, y conveniente para todos, sería, por el contrario, que se abriesen los cajones de la información, hoy cerrados, y que los partidos pensasen efectivamente en colocar a los estudiantes de carne y hueso en el centro de sus preocupaciones, parasen el reloj y se dedicasen a abordar los que, al menos eso sí ha quedado más claro, son los principales puntos de divergencia. Sería la única manera de romper el maleficio popular de que lo que mal empieza, mal acaba.
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