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Desde que, en 2011, callaron para siempre las pistolas de ETA, el debate político en la Euskadi posterrorista ha girado en torno a la 'batalla ... del relato'. ¿Es posible alcanzar un consenso transversal en torno a décadas de horror? ¿Hay espacio para un relato compartido que cierre las heridas del pasado y blinde la convivencia futura contra tentaciones partidistas?
Hasta ahora, la respuesta ha sido negativa. Se ha intentado en los últimos años, por ejemplo, con el llamado 'suelo ético' que acabó forzando la salida de Aralar -hoy en Bildu- de Aintzane Ezenarro -hoy directora de Gogora-, el instituto que sustituyó, por cierto, a una ponencia de Memoria fracasada y consumida por los disensos. Sin remontarse tanto, basta asomarse, un año más, al vestíbulo exterior del Parlamento vasco para constatar que los partidos celebran divididos el Día de la Memoria. En el fondo de la cuestión, por supuesto, está el relato. ¿Se diluye la memoria de las víctimas de ETA al incluir a las de abusos policiales en el mismo homenaje? ¿Se busca hacer tabla rasa para blanquear a quienes, como EH Bildu, no han hecho aún una lectura autocrítica de su pasado? Seguramente, hay tantas respuestas como siglas y, como mínimo, tantos relatos como colores tiñen el arco político vasco. Con un hecho incontrovertible: la plena integración en el juego político-institucional de quienes aplaudieron a ETA sin que hayan renegado todavía de ese apoyo.
En esa disyuntiva, la del margen que tiene Euskadi como sociedad para encontrarse en una revisión crítica y compartida de su pasado, bucea 'Begiradak', el documento con el que Gogora contribuye al 10-N. Una reflexión sin ánimo científico de tres víctimas -dos de ETA y una de los GAL y de torturas- y tres historiadores que concluye la necesidad de evitar los relatos «autojustificativos», sobre todo si vienen de aquellos que tuvieron responsabilidad «directa o indirecta» en el horror. Una apelación, no explicitada, a la izquierda abertzale pero también a la antigua cúpula de los GAL o a las Fuerzas de Seguridad del Estado para salir del esquema de 'los míos' y 'los otros'. En definitiva, una enmienda a aquel desiderátum de sellar la derrota de ETA como un final con vencedores y vencidos. Y aunque el texto rechaza la imposición de un único relato 'oficial' también desdeña la «mera coexistencia» de distintas memorias. Apuesta, reconociendo las dificultades, por «un mínimo de armonía en la partitura de esta obra coral».
El problema llega cuando algunos suenan siempre desafinados. Veamos, por ejemplo, lo sucedido esta semana al calor de las ignominiosas declaraciones del exministro Barrionuevo, que han pasado sin pena ni gloria en Madrid pero que, en un pueblo que, como el vasco, se resiste al olvido, han merecido una condena severa y unánime. El primero en poner el grito en el cielo fue Arnaldo Otegi, que se preguntó para cuándo una «Declaración del 18 de octubre del Estado». Aludía así, no sin cinismo, al manifiesto que leyó en Aiete para empatizar con «el dolor» de las víctimas de ETA, unas horas antes de alegrarse de haberse colocado «en el centro del tablero» y de hacer «plas» en la «narcotizada» conciencia colectiva.
Todavía esta semana, tras la contundente condena del PSE a la guerra sucia en la que se embarcaron algunos de sus mayores, Otegi rechazaba lo que para él no es más que una «sobreactuación» que elude la denuncia de cómo el Estado está dispuesto a utilizar «todos los medios» a su alcance para garantizar la unidad de España. Mientras se siga desviando el foco del asunto central -los estándares éticos que cada uno está dispuesto a asumir- para hacer ventajismo político y utilizar la memoria como arma arrojadiza, el suelo común que invoca Gogora será de todo punto imposible.
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