En estas dos palabras, o en otras de idéntico significado, resume Shakespeare el meollo de su tragedia 'Julio César'. En ellas, el conflicto trágico se traslada del dictador romano a Bruto, criado y querido como un hijo. Debe éste afrontar un dilema de lealtades entre ... la República y quien parece proponerse derrocarla. Con independencia de quiénes sean sus protagonistas, el conflicto que precipita la tragedia se ha repetido en la historia política mundial en cientos de ocasiones y entre polos semejantes. Rebajado a categoría más pedestre, y con desenlace contrario, es el que la ministra Margarita Robles afrontó el pasado miércoles en su prolija y retórica intervención en el Congreso con ocasión de la destitución/sustitución de la directora del CNI. Entre los numerosos análisis que ha merecido, una mirada personal podría aclarar aspectos que, aunque menos centrales, no dejan de tener relevancia pública.
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Quienes tenemos una edad avanzada y no hemos dejado de seguir lo que atañe a la política, recordamos el papel que la ahora ministra desempeñó, actuando entonces como juez, en la frustrada acusación contra Jordi Pujol por el caso Banca Catalana. Fue ella uno de los ocho magistrados que, a contracorriente, apoyaron, con ningún éxito, el procesamiento impulsado por los fiscales Carlos Jiménez Villarejo y José María Mena. Eran los albores de su carrera pública. Luego la veríamos, en política, como secretaria de Estado en el último y turbulento Gobierno de Felipe González con el biministro de Justicia e Interior Juan Alberto Belloch. También en ese terminal y escabroso período, caracterizado por los casos de Luis Roldán y el mal uso de los fondos reservados, la actual ministra dio aparentes muestras de autonomía frente a las presiones que la acosaron desde uno y otro flanco. Si por algo se la recuerda, es por haber resuelto su conflicto de lealtades dejando a salvo sus valores y principios, que eran los del Estado de Derecho.
Ahora, en esta nueva etapa de su actividad política como ministra de Defensa, aquella Margarita Robles volvió a mostrar su talante en la célebre pregunta retórica que formuló en el Congreso el pasado 27 de abril con ocasión de las escuchas del CNI a implicados en el 'procés'. «¿Qué tiene que hacer un Gobierno cuando alguien vulnera la Constitución, declara la independencia, corta las vías públicas, realiza desórdenes…?». Si a alguien escandalizaron sus palabras, no fue ciertamente por incoherentes con lo que hasta entonces había mantenido en su trayectoria pública. Y, ya en este Gobierno, ha sido diana fácil y preferida, no sólo de independentistas, sino de otros miembros de menor fervor constitucional.
Ha llamado por ello la atención la solución que la ministra ha dado al conflicto que se le ha planteado con la actuación del CNI en el mal llamado 'caso Pegasus'. Tras defender a capa y espada a su directora y afirmar solemnemente que «nada» raro había ocurrido en el Centro, tuvo que dar por sustitución lo que era palmaria destitución, dando muestras de enorme incomodidad personal y la impresión de estar intentando disimular un proceder arbitrario e injusto. La, a todas luces, excesiva longitud y pomposidad de su discurso delató la debilidad de un impostado y huero razonamiento. De este modo, en un conflicto de lealtades entre valores e intereses, principios y órdenes, al inclinarse por los segundos, empañó su digna trayectoria profesional y defraudó a quienes en ella habían creído.
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No se trata aquí de juzgar opciones personales, que la interesada habrá valorado por su cuenta. La cuestión está en la repercusión pública que su nueva postura habrá tenido en asuntos de incumbencia ciudadana. Se ha hablado de debilitamiento de las instituciones o sometimiento a intereses convertidos en razones de Estado. A mi juicio, tan relevante es el desencantado 'tu quoque' que habrá exclamado, no esta vez quien representa a César, sino ese grupo de votantes que veían en la ministra el penúltimo referente de la corriente progresista que, en un Gobierno tan revuelto como el actual, representaba al Bruto 'republicano' que creían haber votado. La sorprendente decisión de la ministra la habrán tomado como una defección que invita a otro nutrido bloque de votantes a desgajarse del cada vez más frágil aglomerado que integra, con decreciente fervor, lo que fuera la tradición socialista de la reciente historia del país. Quien forzó la destitución y quien a ella se sometió sólo habrán logrado, por tanto, una pírrica victoria en la que las ganancias no compensan en absoluto las pérdidas.
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