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Las graves imputaciones por corrupción contra antiguos dirigentes del PP, que han vuelto a aflorar esta semana, han dejado en un segundo plano, siquiera por unos días, la tormenta política por el próximo indulto a los líderes catalanes del fallido 'procés' que prepara el Gobierno ... Sánchez. Ha sido sólo un paréntesis. Habrá más. Y es que las revelaciones en el 'caso Kitchen', sobre las relaciones entre el PP y las cloacas del Estado, no han terminado con las imputaciones de María Dolores de Cospedal y su marido, como desearía Pablo Casado. Ni tampoco las noticias sobre los desmanes económicos de Rodrigo Rato, el rostro del milagro económico de Aznar.
Pero, sin pretender minimizar estos asuntos, el gran problema político a resolver sigue llamándose Cataluña. Sin olvidar tampoco las cíclicas reivindicaciones del nacionalismo vasco. Si algo han dejado claro estos días Pedro Sánchez y los suyos, incluso con comparaciones tan desafortunadas como la que hizo el ministro Ábalos entre Junqueras y Nelson Mandela, es que habrá indultos. Y pronto. Posiblemente parciales para que los políticos presos por saltarse la ley, no por independentistas, salgan de prisión pero sigan inhabilitados. Por multitudinaria que pueda ser, que lo será, la protesta de Colón que avalan las derechas y los ultras. Por muchos que sean los miedos y las dudas internas en el PSOE. Que lo son.
Con este arriesgado paso, Sánchez y el independentismo catalán van a reiniciar el diálogo bilateral. Con posiciones antagónicas a uno y otro lado de la mesa. Probablemente con peticiones del soberanismo inasumibles desde el constitucionalismo. ¿Flexibles? ¿Hasta qué punto? Veremos.
Esquerra no es Puigdemont. Pero ni ERC, siempre acomplejada ante el mundo convergente, se ha molestado en alentar esperanza alguna. Ni su historial invita al optimismo. Basta con revisar su comportamiento en la Segunda República. Recordar cómo se descolgó del nuevo Estatut en 2006. O su actuación en 2017, cuando el president Puigdemont se disponía a echar el freno para evitar el 155 y la confrontación final.
Cataluña condicionará la agenda en el futuro inmediato, incluida la duración de la legislatura y el futuro del Gobierno de coalición. Y el PNV ya ha asomado la patita -lo hacía Ortuzar el pasado domingo en este periódico- para recordar que lo suyo, el nuevo estatus, su aspiración a ensanchar aún más el autogobierno vasco, sigue ahí.
Los jeltzales anunciaron hace ya nueve años su deseo de acordar con el Estado un nuevo Estatuto para 2015. Hasta llegaron a un compromiso de máximos con la izquierda abertzale, que incluía el ejercicio pactado de la autodeterminación y una peligrosa distinción entre ciudadanos y nacionales vascos. Cuando el conflicto catalán empezó a agravarse, el PNV echó rápidamente el freno de mano. Primero buscó el acercamiento al PSE y a Podemos. Y cuando llegó el desafío del soberanismo catalán al Estado metió la carpeta en un cajón.
Los peneuvistas proyectan reabrirla en otoño. Me extrañaría que fuera para poner en riesgo su cómoda posición política. Más bien creo que su objetivo es no ceder la bandera identitaria a EH Bildu. Y, claro, tener el cesto preparado por si la mesa catalana abre la opción de quitar poder al Estado y rascarlo para Euskadi. Atentos, pues. Se reanuda la partida.
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