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Cada vez que hablamos de Junts y de nosotros, se genera una burbuja de toxicidad y nos alejamos de la gente. Cataluña es algo más ... que una discusión de Junts con Esquerra». Las palabras, proféticas, son de Gabriel Rufián en una entrevista concedida esta semana a 'El Mundo', antes de que estallase la enésima crisis del Govern. El portavoz de ERC se sabía ya en el centrifugado final de una espiral autodestructiva: él mismo contribuyó a desatarla hace cinco años con aquel tuit de las 155 monedas de plata. Esto es lo que dice ahora Rufián, tras un lustro en el que el independentismo ha logrado dilapidar el capital político que había amasado hasta 2017. «He entendido con el tiempo que Twitter es mentira. La realidad es otra cosa (...). Y luego está el día a día de la gente».
La caída del caballo impresiona por su sinceridad y por las implicaciones que tiene para quienes sufren -los ciudadanos- el culebrón impenitente del soberanismo catalán, que, pese a los indultos, o quizás a causa de ellos, no ha sabido encauzarse hacia una gobernanza productiva y ha encadenado, en cambio, episodios perturbadores y hasta grotescos. Una presidenta del Parlament suspendida tras decretarse apertura de juicio oral contra ella por corrupción. Bronca. Un minuto de silencio saboteado por un puñado de jubilados radicales. Bronca. Un vicepresidente fulminado en mitad del fuego cruzado. Cisma. Un partido del que dependen casi 300 altos cargos (entre la gente que Junts tiene colocada en el Govern y en las empresas públicas que de él derivan) y 23 millones en sueldos que deshoja la margarita con mariachis en la puerta de la sede. Rubor.
No hace falta tener una bola de cristal para adivinar que tanto Junts como ERC tienen muchas papeletas para salir malheridos de esta crisis con trazas de tormenta perfecta por la cercanía de las próximas elecciones municipales, la inminente negociación presupuestaria de ERC con Pedro Sánchez y una barra libre fiscal en la que republicanos y posconvergentes, con la cartera de Hacienda aún en su poder, tampoco se ponen de acuerdo. Jaume Giró aboga por bajar Patrimonio y Aragonès, obviamente, se niega.
El detalle viene al caso para recordar que el 'procés' era el único pegamento que mantenía unidos a los socios del Govern y eso ya no existe. ERC, partido imprevisible donde los haya, ha decidido que su misión política es «negociar con cualquier Gobierno de España», una lección en la que los alumnos (Bildu y ahora los republicanos catalanes) amagan con superar al maestro (el PNV).
Con este panorama, ERC podría tenerlo más crudo que Junts en las urnas. Laura Borràs y los suyos siempre podrán apelar al victimismo para movilizar a todos los irredentos de la causa. Además, no hay que olvidarlo, hace cuatro años Junts pactó más alcaldías con el PSC que la propia Esquerra. Aunque sin financiación y sin una mínima cohesión interna, no hay proyecto que sobreviva. Es a Aragonès a quien más puede acogotarle el fantasma de la desmovilización de su electorado. Sánchez, atención, ya se frota las manos porque un triunfo rotundo del PSC en mayo supondría una catapulta inmejorable de cara a esas generales en las que, dicen todos, batallará hasta el final cual Robin Hood.
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