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El derecho a decidir es un concepto resbaladizo. Nacido al calor del plan Ibarretxe como sucedáneo del derecho de autodeterminación, el sintagma ha cuajado en el imaginario político en los últimos lustros y se ha convertido en motor del soberanismo en las nacionalidades históricas. Lo ... fue en Euskadi hasta que el exlehendakari de Llodio se vio forzado a dar marcha atrás al no verse respaldado por su propio partido, el PNV, y lo ha sido en Cataluña, donde la quimera del referéndum acaba de provocar una fractura sin precedentes. Esgrimir el derecho a decidir como base de la construcción de una sociedad es, por lo tanto, garantía de división política y social y, por eso mismo, se entiende mal que el PNV -o la versión Egibar del PNV- pusiera ayer encima de la mesa la abrumadora mayoría parlamentaria favorable a la consulta como sostén de un Estatuto que debe ser el paraguas jurídico y legal que cobije a todos los vascos. Y se entiende mal visto que, según estudios sociológicos del más diverso pelaje, el ‘procés’ ha vacunado al electorado en Euskadi contra aventuras rupturistas.
La pregunta es si el 76% del Parlamento vasco que esgrime el presidente del GBB puede y quiere de verdad ponerse de acuerdo para redactar un nuevo texto en clave soberanista en 2018, con la experiencia en la mochila de Lizarra, Ibarretxe y el órdago catalán. Y sobre todo si al PNV, cuyo presidente deja entrever que vería con buenos ojos una tercera legislatura del moderado Urkullu, le interesa impulsar esa mayoría cuando es consciente de que abriría un cisma con sus socios del PSE y devolvería a la sociedad vasca al abismo del frentismo. Los jeltzales suman con la izquierda abertzale una holgadísima mayoría absoluta de 46 escaños, un 61% muy superior al 46% que representaba la extinta Junts pel Sí en el disuelto Parlament. Y sin embargo Sabin Etxea ha pactado con el PSE en todas las instituciones y con el PP en Madrid, algo que piensa en repetir si el bloqueo y el alargamiento en el tiempo del 155 no frustran sus planes. Ni siquiera Podemos, escarmentado por la frialdad con la que su base electoral ha acogido su equidistancia en Cataluña, está por la labor de alinearse con los nacionalistas sin el PSE.
La respuesta, por tanto, es evidente. No hay mus. Pero los jeltzales tampoco pueden renunciar de salida a uno de los principios recogidos en su corpus doctrinal cuando ni siquiera dan por seguro que esta legislatura vaya a redactarse el nuevo Estatuto. En realidad, el margen para avanzar es de apenas un año porque 2019 situará a los partidos a las puertas de las municipales y forales. La ponencia se dio de plazo hasta febrero -otro patadón para seguir retrasando la hora de la verdad- para reunirse de nuevo, pero nada se sabe aún de los expertos que deben redactar el articulado. Lo que sugiere que la reforma se pone cuesta arriba y que la ponencia podría saltar por los aires antes de que esos redactores, aún incorpóreos, empuñen la pluma.
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