La aprobación definitiva de los Presupuestos Generales a finales de diciembre, acabando también para entonces con el delito de sedición, dará paso a un año electoral por completo. La carga de desencuentros, tensiones, descalificaciones e incompatibilidad entre el bloque de investidura de Sánchez y las ... derechas ha sido tan elevada que difícilmente podrá subir más el tono de la confrontación. Además, el período de campaña desaconseja que los contendientes se arriesguen a perder votos por algún exceso durante semanas en las que es prácticamente imposible ganar adeptos. Sería lógico que el Gobierno Sánchez se dedicara a fijar los hitos de la legislatura, evitando aventurarse en la conquista de nuevas metas que susciten más controversias y con ellas riesgos de desafección. Por su parte, la oposición del PP tenderá a defender sus feudos ante las locales y autonómicas de mayo, mientras Núñez Feijóo espera el desgaste de Sánchez sin exponerse demasiado.
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Así ha ocurrido en los procesos electorales de las dos últimas décadas en España. En los procesos posteriores al 11-M. La polarización vacía tanto a los contendientes que llegan exhaustos a la recta final de una carrera que ninguno de ellos quiere prorrogar. Sea cual sea la posición que ocupe en las previsiones demoscópicas. Con el ataque verbal de la diputada de Vox Carla Toscano a la ministra Irene Montero ya se ha dicho todo. Pero el vaciamiento de la política escenificada en el Parlamento y en las redes sociales no es expresión únicamente de que se haya agotado la energía disponible, y de que el cansancio tienda a la prudencia. A base de buscar la propia identidad de manera obsesiva, todas las formaciones con escaño en el Congreso han visto diluirse su identidad frente a un carrusel de incertidumbres. Porque la polarización da lugar a seguidismos que dejan en nada la capacidad de cada partido de bosquejar su programa de manera medianamente autónoma.
El instinto primario de la supervivencia partidaria genera, a la vez, polarización y seguidismo. Queda prohibido entenderse con el adversario, porque resulta prioritario tener movilizados a los inasequibles, por lo que mejor no desconcertar a los de la segunda fila. Pero eso mismo deja a los principales contendientes en manos de sus extremos, que se ven compensados con su naturalización como parte del sistema. Hace cuarenta años el PSOE laminó prácticamente a las demás izquierdas, y lo hizo a conciencia. Hoy parece deleitarse al contar con una órbita colorida que ya depende de Pedro Sánchez. EH Bildu ha obtenido sucesivos trofeos, pero se ha desfigurado ante sus más entusiastas. Del mismo modo que ERC ha logrado ventaja emulando al pujolismo, a la espera de que Oriol Junqueras devuelva las cosas a la vía independentista. La apuesta del Partido Popular por restablecer el arco que hizo posible José María Aznar plantea a cada paso problemas de identidad imposibles de resolver en la siguiente comparecencia pública. Ya nadie sabe quién es en realidad. Solo tiene claro que no quiere ser el otro.
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