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Con un viaje de Andoni Ortuzar a Waterloo, una entrevista de dos horas y media, notas y fotografías oficiales y la declaración de que Carles Puigdemont -prófugo de la Justicia- es para Sabin Etxea «el president de la Generalitat en el exilio», el viernes se ... hizo oficial la recobrada unidad de acción entre PNV y Junts. Dos partidos que han pasado de la mutua indiferencia -cuando no hostilidad- a la interlocución «diaria» para maximizar los réditos de la investidura de Pedro Sánchez. La imagen del presidente del EBB y el burukide Joseba Aurrekoetxea sentados en una de las salas de la residencia en la que vive Puigdemont desde su fuga a Bélgica suponía toda una declaración de intenciones, un mensaje político de calado que, sin embargo, choca con otra realidad: la distancia abismal que separa al líder de Junts de Iñigo Urkullu. Fuentes de Lehendakaritza confirman que el jefe del Ejecutivo no ha vuelto a cruzar palabra con Puigdemont desde 2017.
La cita de Waterloo estaba cerrada desde agosto, según Sabin Etxea. Pero ya el propio Ortuzar reconocía el pasado fin de semana que Sabin Etxea mantiene una relación «muy normalizada» con el expresident y «con toda la delegación de Junts». El hilo directo es sobre todo con dirigentes como Jordi Turull y Josep Rull, viejos conocidos del líder del EBB y de Aitor Esteban de la época en que militaban en las juventudes de sus partidos y representantes del sector heredero de la antigua Convergència, por lo tanto, más posibilista.
A pesar de que se trató de una cita «cordial y provechosa», Puigdemont, que domina el partido con mano de hierro, sigue siendo en cambio un enigma, un líder indiscutiblemente personalista, con ganas de rehabilitarse en lo humano y en lo político y, por lo tanto, reconocen en la órbita jeltzale, «imprevisible». «Siempre va con todo y a por todo, no es un fino negociador», deslizan.
Las dudas y la sensación de moverse sobre terreno inestable han sido superadas, sin embargo, por otro temor aún mayor: que se repitan las elecciones generales. Es un escenario que el PNV no quiere ver ni en pintura y que empieza a surgir en el horizonte ante los problemas que genera la principal exigencia que ha planteado Puigdemont: la amnistía. En todo caso, la formación jeltzale niega que esté ejerciendo de mediadora. Pero ese reencuentro, escenificado en el apretón de manos entre el expresident y Ortuzar, se contrapone a la gélida relación que mantiene con el lehendakari.
La respuesta a esa frialdad, al menos una de ellas, se guarda en el archivo Josep Tarradellas del monasterio de Poblet. Allí depositó Urkullu todas las cartas y mensajes que intercambió y las anotaciones que tomó durante su fallida mediación en el 'procés', especialmente tras los hechos de octubre de 2017. Y quizás el pasaje que mejor explica en esos más de 600 folios el porqué de la ruptura sin vuelta atrás es este del día 27, casi un mes después del referéndum ilegal y al mismo tiempo que, tras lanzar la DUI, Puigdemont huía a Bélgica: «Yo no podía votar a favor de la República catalana. No podía hacerlo por coherencia. No sólo porque no soy partidario de las vías unilaterales y menos de las que se gestionan fracturando la sociedad. Por coherencia, porque a mí el propio president Puigdemont me solicitó ayuda porque él no quería proceder a la declaración unilateral de independencia».
En esas pocas líneas se condensan las razones de peso que han separado a Urkullu y a Puigdemont. Básicamente, la desconfianza, por un lado, y las antagónicas estrategias políticas de ambos, por otro. No en vano, el lehendakari ha querido ahora adelantarse a Junts con su propuesta de convención constitucional, un asidero a Sánchez frente a las pretensiones del expresident. Quizá también por eso, el PNV no ha mostrado excesivo entusiasmo por la idea del jefe del Ejecutivo e insiste en el «reconocimiento nacional» de Euskadi y Cataluña.
El recelo entre ambos nace, claro está, en esa mediación que Urkullu vive con notable frustración y en la que se siente traicionado por el entonces president. Como contó en su declaración como testigo ante el Tribunal Supremo en 2019, Puigdemont rompió el acuerdo que habían alcanzado en la madrugada del convulso 26 de octubre para convocar elecciones. A las diez y cinco de la mañana, explicó entonces, habló por teléfono con él y el compromiso seguía en pie. A las dos de la tarde todo se torció porque, según el relato del lehendakari, Puigdemont sucumbió a las presiones de la calle y de su grupo parlamentario para tirar por la calle de enmedio.
Urkullu, que había lanzado cables en dirección a Moncloa y a la UE con propuestas diversas que iban de la consulta a la escocesa a abrir un paréntesis de tres meses para la distensión o crear una mesa paritaria entre el Gobierno y el Govern, perdió desde entonces todo contacto con Puigdemont. El expresident contaría después en su libro 'M'explico' que Clara Ponsatí se habría llevado por error su teléfono a París. Pero la comunicación jamás se reanudó y el abismo no hizo sino agrandarse cuando, tras el juicio, Puigdemont acusó a Urkullu de mentir.
Justo después de eso, saltó por los aires la alianza a las elecciones europeas, inviable al exigir el líder de Junts encabezar la plancha. Aquello puso fin a tres lustros de colaboración que arrancaron en 2004 con Galeusca, que a su vez bebía del espíritu de la Triple Alianza de 1923 y de la Declaración de Barcelona que Pujol y Arzalluz firmaron en 1998 para parar los pies a Aznar tras haber pactado con él. En definitiva, una conjunción de intereses, los de las llamadas nacionalidades históricas frente a las inercias recentralizadoras, cimentada en lazos históricos e ideológicos.
Pero cuando Cataluña se convirtió en una patata caliente que espantaba al templado electorado vasco, el PNV se alejó de sus socios. Todavía en noviembre pasado, los jeltzales advertían que «a abertzales no nos ganan» tras un agrio rifirrafe con Junts por la oficialidad de las selecciones. Ahora caminan de nuevo de la mano. Habrá que ver por cuanto tiempo.
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