Urgente Retenciones en el Txorierri por la avería de un camión

La palabra de la clase política vale lo que vale. Su relación con la verdad es compleja, dicho sea con diplomacia y con la injusticia que conlleva toda generalización. Se da por sentado que el teatrillo en el que se ha convertido el debate público ... incluye exageraciones, dosis de manipulación y una visión sesgada de la realidad para acercarla a los propios intereses. Una práctica extendida con mayor o menor intensidad al margen de las ideologías y que la sociedad tiene asumida, casi normalizada.

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Antes de dejar el país al borde del rescate, Zapatero negó los draconianos recortes que terminaría por aprobar. Acto seguido, Rajoy descartó en campaña electoral una subida de impuestos antes de decretar el mayor hachazo fiscal en décadas y, por supuesto, jamás supo nada de Gürtel o de los tejemanejes de Bárcenas («Luis, sé fuerte»). ¿Qué decir de Pedro Sánchez? El presidente domina como nadie el arte de defender una cosa y la contraria con idéntico ardor y expulsando a las tinieblas a quien no piense como él en ese momento. Esto vale para los indultos a los presos del 'procés', su promesa de no pactar con los independentistas y promover la detención de Carles Puigdemont o las largas noches de insomnio auguradas si gobernaba con Unidas Podemos que, horas antes de firmar el acuerdo de coalición, le llevaban a desdeñar tal posibilidad.

El argumento de la concordia en Cataluña está muy bien. Pero sería mucho más creíble si no lo aplicara solo a sus socios más difíciles de digerir por la opinión pública mayoritaria y lo trasladara a sus relaciones con una oposición que, cegada por recuperar el poder, tampoco está para dar muchas lecciones.

La cierta impostura que, en mayor o menor grado, atraviesa la política, basada en ocasiones en un uso perverso del lenguaje, es de sobra conocida. Solo los más 'hooligans' o los más desinformados se creen a pies juntillas los argumentarios que recitan los portavoces de turno. La sucesión de vaivenes daña la credibilidad en los líderes y, de refilón, en la cosa pública, lo que a la larga resulta nocivo para la democracia y, a corto plazo, del todo inconveniente con una pandemia de por medio en la que es imprescindible que la ciudadanía confíe en sus instituciones.

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Lo estamos viendo estos días con la segunda dosis a los vacunados que ya han recibido una de AstraZeneca. Los gobiernos se volcaron (con razón) en defender la eficacia y la seguridad de esta marca pese a los trombos registrados en un insignificante número de casos. Defendieron, además, completar la pauta con un mismo preparado, sin mezclar dosis, para lo que se ampararon en el criterio de la Agencia Europea del Medicamento. Ahora sostienen lo contrario no por razones científicas, sino por problemas en el suministro de viales, y recomiendan que el segundo pinchazo sea de Pfizer aunque han dejado una puerta abierta a la libre elección. Resultado: en torno al 90% apuesta por repetir con el producto anglosueco. En otras palabras: usted me dio la tabarra con que esto era lo fetén y le creí; no me venga ahora con otra historia, que lo que está en juego es mi salud. Así que no.

Es lo menos que puede suceder cuando la clase política acumula un descrédito como el que se ha ganado a pulso en los últimos años.

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