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Con un personaje como Carles Puigdemont, el rocambolesco expresident de Cataluña fugado de España tras su vista y no vista declaración de independencia, tenemos la suerte -por llamarlo de alguna manera- de poder apreciar lo que la política significa en manos de los nacionalistas. Puigdemont ... propone que el claro ganador de las elecciones catalanas, Salvador Illa, del PSC, se abstenga (y eso que ha obtenido 200.000 votos más que él) para que así le facilite su acceso a la Presidencia de la Generalitat como salida para el resultado electoral en Cataluña, a sabiendas de que Pedro Sánchez depende de sus siete parlamentarios en Madrid. Y lo hace recordándole al presidente del Gobierno de España que él hizo lo mismo en su caso, cuando no es así: Sánchez, al menos, sumaba mayoría absoluta y Puigdemont estaría lejos de conseguir eso.
Puigdemont, tras advertir en campaña de que se iría si no alcanzaba a ser presidente de la Generalitat de nuevo, va y propone su solución como quien está poseído de un concepto de la realidad inalcanzable para sus competidores. Y le importa una higa si se convierte en presidente con el apoyo de menos de 700.000 votos de un electorado potencial de 5 millones, de los que solo han ido a votar poco más de 3. O sea, sería presidente con el apoyo directo de algo menos del 14% del electorado catalán. Y no le importaría. De hecho, está pidiendo que eso pueda ser así. Lo cual quiere decir que para Puigdemont la política es como plastilina que se puede moldear a voluntad y que lo importante no es lo que la gente piense sino la voluntad de poder que todo lo rige y lo interpreta en su propio beneficio.
El nacionalismo surgió en España a finales del siglo XIX como un añadido impensable pero fácilmente explicable en función de la sociedad española de entonces y de sus carencias y desistimientos políticos. Busca 'ex profeso' sus propios antecedentes, se construye la idea de una nación preexistente que estaría pugnando durante toda la historia por ver hecha realidad su fabulación y encima recibe el beneplácito de la política española, que le da la legitimidad necesaria, cuando hasta entonces ni existía ni se le esperaba. Cuando eso ocurre, los nacionalistas consideran que ha llegado su momento y que todo les pertenece por derecho propio, hasta el punto de poner en cuestión permanentemente el Estado donde pueden ejercer libremente su propuesta. Hay en la política nacionalista un componente irreal, fantasmagórico, como de posibilidad sobrevenida y superpuesta a la realidad efectiva, que les hace vivir con la falsa ilusión de que pueden cambiar las cosas a voluntad, generando frustración permanente y una pérdida inmensa de energías sociales que nos colocan siempre en inferioridad respecto de otros países donde no ha surgido semejante ocurrencia. Y Puigdemont representa hoy todo eso como nadie en España.
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