En consonancia con la posibilidad, que empieza a vislumbrarse, a la espera de lo que demuestre Aldama, de un Trump de izquierdas a la española, esto es, de un presidente judicializado, pero a la vez sostenido por su «mayoría de progreso», acabamos de comprobar cómo ... para Pedro Sánchez también hay una ultraderecha en Europa, la de Giorgia Meloni en Italia y la de Viktor Orbán en Hungría, a cuyos candidatos se les puede votar como miembros de la Comisión Europea, con tal de que la candidata socialista, Teresa Ribera, se confirme como comisaria y segunda de Von der Leyen. Entonces, si a esta ultraderecha –con una Meloni que se lleva a los inmigrantes a un campo de concentración en Albania y un Orbán que invita a Netanyahu a Budapest– sí se le puede votar pero, en cambio, a la que tenemos aquí ni agua, puesto que con solo mentarla –«¡ultraderecha!»– se nos abren las carnes democráticas, entonces eso significa, ni más ni menos, que para nuestro progresismo hay una ultraderecha buena y una ultraderecha mala.

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Y yo me pregunto, por qué la ultraderecha de aquí es mala y la ultraderecha de allí no tanto. ¿Hay algo en sus programas ideológicos sobre la agenda 2030, sobre la emigración, sobre las cuestiones de género, que diferencie a Meloni o a Orbán de Abascal? Entonces, si no lo hay, ¿cuál es la explicación? Y la única posible es que aquella ultraderecha no es española y esta otra, en cambio, sí.

El PSOE, de tanto acordar con los partidos nacionalistas y de tanto ver a estos como su única salvaguarda en el Gobierno, estaría interiorizando ese antiespañolismo visceral de los nacionalismos en España y que explica –y no hay otra causa mayor– su origen y desarrollo.

Aunque Rodríguez Zapatero ya activó el mayor artefacto divisivo entre los dos grandes partidos en España –la memoria histórica–, ha sido Sánchez quien ha descubierto que, para mantener a la derecha junto a la ultraderecha en el rincón de pensar por décadas, la llave la tienen los nacionalistas. Pero todo eso apunta un riesgo que a la larga puede resultar fatal para ellos: el de su total desespañolización.

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Porque lo español, mal que les pese a Sánchez y a sus amigos, existe, vaya que si existe. Lo demostró el otro día Álvaro Pombo con motivo de su elección como premio Cervantes. Cervantes era un «pringao» genial, dijo, un genio que nunca consiguió un premio. Del mismo modo, la derecha y la ultraderecha en la España actual, en su caso sin ser unos genios, de eso caben pocas dudas, tampoco tienen premio, con lo que también son unos «pringaos». Porque, incapaces de rebatir el estigma que sobre ellos ha impuesto la mayoría de gobierno, se están quedando, en cambio, como los únicos depositarios de esa idea de una España universal e imperecedera, tal como Cervantes la expresó de modo sublime, y que nuestra izquierda está a punto de perder, como siga así.

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