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Se le nota a Salvador Illa que es filósofo de formación por el afán analítico, conceptual y reflexivo con que abordó su participación en el Foro Objetivo Actualidad organizado por EL CORREO y Petronor en un momento convulso que invita poco a la mesura. Tomar ... notas de su intervención resultaba sencillo por la pulcritud con que el primer secretario del PSC ordena las ideas. «Prudencia, paciencia, discreción y Constitución» son las cuatro herramientas con que aconseja afrontar la complejísima negociación de la investidura de Pedro Sánchez, una obra de orfebrería política en la que el más leve resbalón puede dar al traste con el ensamblaje previo de las piezas.
¿Significa eso que, como variopintos actores políticos desvelan en público y en privado, la amnistía ya está hecha, sin luz ni taquígrafos? Illa se salió por la tangente pero ni lo descartó ni lo desaconsejó expresamente, como sí hizo con el referéndum de autodeterminación -ahí fue cristalino-, «un inmenso error». ¿Cómo traducir a la realidad las muy medidas palabras del líder de los socialistas catalanes? ¿Qué hay detrás del discurso casi ansiolítico de Illa?
Seguramente, la respuesta hay que buscarla en la introducción de la conferencia, mucho más que un gesto de cortesía con los anfitriones. Los elogios al «oficio político vasco», una proverbial discreción a la que Illa llegó a atribuir el cerrojazo a la violencia de ETA, y a la estabilidad que esa contención gestual habría traído a Euskadi, eran, en realidad, un ruego para que los siempre sobreactuados 'indepes' catalanes dejen de autoboicotearse con órdagos a la mayor que pueden acabar por dar al traste con las negociaciones. «Por el bien de todos, cállense», le faltó decir a Illa, que jamás espetaría nada en ese tono.
Pero en las loas al oficio vasco se sobreentendía el beneficio superior, al que también aludió, de forma más o menos explícita: la continuidad, contra viento y marea, de Pedro Sánchez. «Explorar» todas las posibilidades para que sea investido, dijo, es un «mandato». Más claro, agua. Aunque Salvador Illa no dio pistas sobre el precio que el socialismo está dispuesto a pagar por el poder, se agradeció que no jugara al despiste.
Todo lo contrario que el desnortado soberanismo catalán, enredado en una campaña perpetua en la que gente como la presidenta de la ANC, Dolors Feliu, -«ni acuerdos históricos, ni mandangas históricas: independencia»- les marca el paso. Hay explicación para la cascada de señales contradictorias que estos días emiten ERC y Junts, a los que Bildu receta 'sotto voce' altura de miras para no marrar la ocasión «histórica».
Primero, recuperan la unidad de acción quebrada por su feroz rivalidad, forzados por sus propias necesidades internas y por la simbólica efeméride del 1-O, para elevar el listón. Después, ellos mismos (lo ha hecho Gabriel Rufián, pero también Jordi Turull ) salen a pedir que se hable menos y se trabaje más. ¿Desquiciante? Sí. ¿Novedoso? Para nada. Lo único que ahora mismo está claro es que puede pasar de todo porque todo depende de con qué rasero se interpretan las exigencias de cada uno. Por ejemplo, lo de sentar las bases para que Cataluña pueda votar ya se aceptó en el acuerdo de Pedralbes de 2018 y en las posteriores negociaciones para investir a Sánchez, aunque la pandemia acabase engullendo todo aquello. La clave la dio ayer Urkullu, que recordó el incidente de las 155 monedas de plata, en el que ERC apretó tanto que Puigdemont acabó rompiendo la baraja. Ahora, avisó, puede ser el huido en Waterloo el que acabe por poner nerviosos a los republicanos. Por eso, todo el mundo tiene una opinión sobre si habrá investidura o elecciones pero nadie apostaría un céntimo por ella. Tampoco Illa, que tiene planes para ese día pero puede cambiarlos.
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