![De jaulas y panderetas](https://s1.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/2024/08/08/puigdemont-fuga-k06D-U220941629753NsH-1200x840@El%20Correo.jpg)
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No volveremos, por manida, a la cita de Hegel con que Marx abría 'El 18 de Brumario de Luis Bonaparte' sobre la tragedia que la historia repite como farsa miserable. Cuesta resistirse, no obstante, porque Carles Puigdemont lo puso en bandeja al intentar emular al ... president Tarradellas y su célebre 'Ciutadans de Catalunya: ja sóc aquí' a su regreso del exilio (un exilio merecedor de ese nombre) en octubre de 1977. El cada vez menos honorable Puigdemont, que no retornaba a Barcelona tras el ocaso de una dictadura sino en las postrimerías de su propia carrera política, se permitió la osadía de compararse con su predecesor en su fugaz aparición sobre la tarima del Arco de Triunfo. Que Salvador Illa, grotescamente opacado por el líder populista de Junts, arrancase su discurso de investidura en el Parlament citando a Tarradellas no es casual, aunque el intento de devolver la dignidad a la historia pasase desapercibido en mitad del estupor general.
El pasmo unánime de todo un país –y de parte del extranjero–, que salió de su sopor estival para seguir al minuto las peripecias a lo Houdini de un político capaz de tomarse muy en serio la solemne misión de carcajearse a placer del personal es fácilmente entendible. Lo es porque el show de Puigdemont sería risible –la patética e impotente extravagancia de quien no dispone de votos suficientes ni de socios viables para gobernar– si no fuera por las consecuencias que su segunda fuga en las narices de los Mossos tiene para la credibilidad del sistema democrático. Retransmitido, además, por televisión.
Por decirlo de manera gráfica, lo mollar del esperpento no es tanto que Puigdemont se esfumase, a lo Mortadelo, confundiéndose con el paisaje gracias a la ayuda de mossos infiltrados en su guardia de corps, sino que la respuesta policial –responsabilidad última de los mandos políticos de las distintas fuerzas de seguridad– estuviera a la altura de los agentes de la T.I.A. del recordado Ibáñez.
Con independencia de que Interior (en manos todavía de ERCen Cataluña, del PSOEen Madrid) hubiera pactado detener al expresident al término del pleno para no violentar, todavía más, el debate de investidura del candidato que ganó los elecciones y logró después los apoyos aritméticamente necesarios para gobernar, lo inverosímil es que alguien medianamente formado e informado pueda fiarse a estas alturas de Puigdemont y su peculiar 'troupe' (el abogado Boye, el empresario Matamala...). Tampoco importa demasiado si, como clamó el propio expresident en su discurso de deslegitimación del sistema, la ley de amnistía no ha producido los efectos que él esperaba. Lo trascendente es que el autopercibido mesías del independentismo regresó a Cataluña para burlarse de sus adversarios políticos y emborronar el mensaje de cambio de ciclo que se trasluce del acuerdo entre el PSC y Esquerra, y, aunque sea por poco tiempo, lo logró con creces.
Imaginemos por un momento a esos ciudadanos atrapados en la 'operación Jaula' de los Mossos, al transportista que ve trastocados sus horarios, al currela que se iba de vacaciones o al perplejo motorista que ve como los agentes le piden que se despoje del casco por si oculta la inconfudible efigie del expresident. Luego nos sorprendemos del éxito de los discursos incendiarios de a peseta en las redes sociales, de la desafección política como mal endémico de nuestro tiempo o de que personajes poderosos como Elon Musk encuentren el caldo de cultivo idóneo para alentar sin sonrojo los disturbios en el Reino Unido. El desprestigio de las instituciones es mucho más que una frase hecha: la sobreactuación, la polarización y el empeño en deslizarse hacia el país de pandereta evocado en el imaginario popular tienen consecuencias reales.
Con todo, el éxito del vistoso truco escapista de Puigdemont no oculta algunas realidades preocupantes para su causa y para el estilo de hacer política que encarna, por más que su 'performance' busque, más allá de dejar en evidencia al Estado de Derecho, prolongar artificialmente su menguante influencia y maquillar los estertores del populismo 'indepe'. La más evidente, la ausencia de una movilización ciudadana superlativa para darle la bienvenida: apenas 3.500 fieles que dan la medida del declive de Junts (y de ERC) en las urnas catalanas. La segunda, el reflejo que le devuelve el espejo del 1-O proyectado en 2024, siete años después. Si entonces el tuit de Rufián sobre las 155 monedas de plata empujó a Puigdemont a romper lo acordado con Urkullu y poner en marcha una independencia de cartón piedra con fuga posterior, hoy su numerito no ha logrado ni que Esquerra votara a favor de suspender el pleno, no digamos ya alterar o aplazar la investidura del primer president no nacionalista en 14 años.
Puigdemont dispara sus salvas con pólvora mojada porque la Cataluña de hoy, como puso de manifiesto el resultado electoral –a expensas de los efectos de un acuerdo fiscal muy difícil de cumplir– no es la de 2017. Su única fortaleza es el valor que Pedro Sánchez conceda a sus votos en Madrid y el poder con el que decida ungir al doble prófugo para aprobar los próximos Presupuestos. La pelota está, una vez más, en el tejado de La Moncloa.
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