«Yo no siento odio, solo siento pena»
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Ainara Hernández recuerda a su padre, Gregorio, que murió en Leitza acribillado cuando salía del cuartel de la Guardia Civil tras regularizar su escopeta de cazaSecciones
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40 aniversario ·
Ainara Hernández recuerda a su padre, Gregorio, que murió en Leitza acribillado cuando salía del cuartel de la Guardia Civil tras regularizar su escopeta de cazaEl azar, esos dados lanzados sobre la mesa, es a veces un asunto de vida o muerte. Piensa en ello Ainara Hernández cuando le viene a la cabeza el 15 de octubre de 1982. Su padre, Gregorio Hernández Corchete, un calderero de Leitza, acudió aquella ... noche a regularizar su escopeta de caza. «Su cumpleaños era en julio y se la había regalado mi madre porque tenía el capricho de tener una para ir a cazar», recuerda Ainara. «Todo estaba en contra para ir aquel día. Había salido tarde de trabajar, la cena estaba lista, pero él se empeñó en que tenía que ir ese día. Insistió y, al final, le acompañaron mis dos tíos». Realizó el trámite en el cuartel de la Guardia Civil y, satisfecho por «tener todo en regla», se detuvo en la puerta para dar las gracias al agente que había alargado su jornada para atenderle. Eran algo más de las ocho de la noche. En aquel preciso instante, se desató el ataque de ETA: una ráfaga de ametralladora peinó el cuartel y una granada cayó en el interior. Uno de los disparos le dio en una pierna y otro le atravesó la yugular. Murió en el acto.
«Mis dos tíos estaban al lado y se tiraron al suelo. A uno de ellos, un disparo le pegó en la cartera pero tuvo suerte y no llegó a atravesarla». Hubo tres heridos más. Gregorio tenía 27 años y tres hijos de uno, dos y tres años. Ainara era la mayor y es la primera vez que cuenta su historia. «Sólo recuerdo lo que me han contado. En mi casa nunca fue un secreto ni un tabú lo que había pasado. Nunca se escondió nada», desvela. La familia se quedó a vivir en Leitza, donde se sintieron «arropados» por un pueblo que se solidarizó con su infortunio. Nacido en la localidad salmantina de Agallas, Gregorio se mudó a Gipuzkoa de chaval y años después recaló en Leitza, donde «era muy querido». Se había metido de lleno en la cultura vasca. «Aprendió euskera y lo hablaba muy bien. Los tres hijos íbamos a una ikastola, que entonces íbamos pocos», recuerda Ainara. «Este atentado dolía en Leitza. Quizá en otros casos se les dio la espalda, pero a nosotros se nos trató con cariño», valora. Incluso en los ambientes radicales de la época, Gregorio era visto como «una víctima colateral».
Quizá por eso, la familia se quedó en Leitza. «Adoro mi pueblo y nunca pensamos en marcharnos. Luego, una vez casada, acabé en otro pueblo cercano, Lekunberri. Pero sigo cerca». Es su lugar, donde se sienten a gusto.
No es difícil imaginar las dificultades de una madre para sacar adelante una familia con tres niños tan pequeños. «Todo fue un caos una larga temporada. Mi madre tenía 25 años. Fue duro y le costó mucho levantar cabeza. Pero siguió adelante y no nos faltó de nada», agradece. «No tuvimos ninguna ayuda pública hasta muchos años después. Un día la llamaron a mi madre y le explicaron que tenía derecho a algo. Había pasado mucho tiempo. Nosotros ya éramos mayores».
Ainara participa en el programa Eskutik del Gobierno de Navarra, donde cuenta su testimonio a los alumnos de diferentes colegios navarros. «Es un programa por los Derechos Humanos y que está basado en las víctimas del terrorismo de ETA. Son historias que contamos desde el corazón, nada de política. Se trata de que los chavales entiendan que con el odio no se consigue nada». Su objetivo es que «conozcan lo que pasó para que no se vuelva a repetir».
- ¿Qué es lo que más sorprende a los alumnos de su historia?
- Les cuesta entender que no tengo odio a los que hicieron eso. Yo no siento odio, lo que siento es pena. Pena de que haya pasado y de que se quede en el olvido. Que parezca que mi padre ni ha existido de algún modo.
Ese es el motivo por el que Ainara da un paso al frente. «Siempre quedan secuelas de dolor. Y duele mucho que se olvide. Eso es lo que me mueve y no el odio», explica. «Si aquellas personas que lo hicieron pensaran en todo el dolor que causaron... lo pasarían mal. Creo que por eso no llegan a analizarse. Todo aquello -la violencia- sólo sirvió para crear odio», añade. El suyo es un caso resuelto. El miembro de ETA Juan María Tapia fue condenado a 26 años por asesinato en la Audiencia Nacional.
«Soy de esas personas que cree que el destino está escrito. Por más que todo el mundo le decía que no fuese... Todo estaba en contra. No sé. Mis tíos no podían y él quería que le acompañasen. Era viernes y mi madre había comprado comida en el mercado y quería que se quedase en casa. Pero él quería ir como fuera. Claro que lo pienso... Jo, qué casualidad. Le tocó a él. Si no hubiese sido él, quizá habría sido otro», medita.
Durante años, la gente paraba por la calle a Ainara y a sus hermanos para hablarle de su padre. «Qué buen tío era»; «era tan dispuesto para ayudar»; «era muy alegre»... Él era de los que llamaba desde el trabajo para que los hijos esperasen un poco porque llegaría temprano y le gustaba cenar con ellos. A ella le contaron en casa esas historias y así va dibujando su perfil. «Le gustaba mucho el dibujo técnico. Abrieron una empresa de calderería en Tolosa y necesitaban alguien que supiese de planos. Él estaba muy preparado para hacerlo pero cada cooperativista tenía que adelantar un dinero y él no tenía. Y entre el resto de los compañeros pusieron su parte porque era muy bueno y querían que entrase».
«Un buen hombre», resume Ainara que, cuarenta años después, lleva una imagen de su padre, cuando era niño, en el whatsapp. Se parece muchísimo a su hijo. En Leitza y en Lekunberri hay muchos que no conocen esta historia. No recuerdan que hubo un tiempo en que uno podía morir en un trámite de cinco minutos. Una de esas veces en que se conjugaban el terror y el azar.
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