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Imagine por un momento que su padre es Aníbal Izquierdo, un ordenanza de la sucursal del Banco de Vizcaya en la bilbaína calle de Portal de Zamudio. Que ese hombre, de 34 años, acude a completar unos encargos en el mostrador de moneda extranjera de la sede central, en la célebre torre que hoy ocupa la Diputación y Primark. Y que tiene la mala fortuna de hacerlo el 5 de febrero de 1983, el día que ETA colocó una maleta con una bomba que acabó con su vida y la de otros dos trabajadores del banco: Benicio Alonso y Ramón Iturriondo. Y ahora imagine, por un instante, que no ha hablado de esto, con nadie, en cuarenta años. Con nadie.
Se llama Aníbal Jonathan Izquierdo. El segundo nombre le gustaba a su madre y el primero lo eligió su padre. «Es la primera vez que hablo del asesinato. Ni siquiera con mi madre. La conversación más larga con ella sobre esto, en 40 años, no habrá durado más de diez segundos. No queríamos herirnos mutuamente», confiesa con voz temblorosa.
- Jonathan, ¿por qué ahora?
- Porque mi madre ya no está. Murió hace casi dos años. Si no, yo no estaría hablando aquí. Ahora... porque esto ya no le puede hacer daño a ella.
ETA llamó a la centralita del banco poco antes pidiendo que lo desalojasen en diez minutos pero, según relata la obra 'Vidas Rotas', de Florencio Domínguez, la explosión se produjo «tres minutos después de la llamada». Aquel atentado causó conmoción en Euskadi por la muerte de tres civiles y Bilbao acogió una manifestación el 7 de febrero bajo el lema 'ETA no, el pueblo unido por la paz' en la que participaron 50.000 personas, según las crónicas de la época. Aunque ETA había señalado al banco entre sus objetivos, la banda se vio obligada a enviar un comunicado a 'Egin' para contrarrestar el rechazo general. Habló entonces de «lamentable suceso» y «autocrítica pública».
La memoria es un misterio. Recuerda en ocasiones lo que no queremos y borra a su antojo. Jonathan sabe que aquel 5 de febrero de 1983 estaba viendo en la tele pequeña de la cocina la película 'El hombre con rayos X en los ojos'. El hijo único del matrimonio tenía entonces 12 años. «Luego todo se vuelve borroso. Creo que fue una llamada al teléfono de casa, alguien nos contó que había estallado una bomba. Nadie sabía nada. Mi madre, que tenía una intuición extraordinaria -yo diría que era un sexto sentido-, empezó a ponerse muy nerviosa». Tardaron horas en confirmar lo sucedido, pero Jonathan no recuerda casi nada más: «Ahí se desató el infierno y empezó una pesadilla borrosa».
María Begoña, la madre de Jonathan, quedó viuda aquel día, con 33 años. «Recuerdo que en aquel momento no era persona, que estaba destrozada y que no podía estar con ella». Es difícil extraer algo positivo de un tiempo tan duro. «Quizá una forma de ver la vida, porque ves las cosas claras», analiza.
Jonathan está orgulloso de haber cuidado de su madre hasta sus últimos días. Trabaja en el BBVA y lo hizo en la torre hasta que cambió de propietario. Pasaba cada mañana por el lugar donde mataron a su padre y nunca echó en falta una placa o algo similar. «Ahora hay más conciencia de estas cosas. En estos años he echado de menos el acompañamiento y la solidaridad, pero es verdad que yo tampoco le he ido contando a nadie mi caso. Eso sí, he tenido siempre el apoyo de mi familia, la materna y la paterna». Tampoco fueron nunca a los homenajes a víctimas porque «yo comprendo la gravedad de lo que le ha pasado a todo el mundo pero no se puede mezclar todo».
¿Cómo era Aníbal Izquierdo? «Un hombre que estaba muy orgulloso de su familia. Que me llevaba a todas partes con él. Salía de trabajar y le gustaba dar una vuelta conmigo. Me llevaba a la sala de juegos a jugar a los petacos o íbamos juntos a tomar un mosto». Se esforzó por sacar adelante a los suyos. «Él empezó trabajando en la Sefanitro y luego obtuvo la plaza en el banco. Como era ordenanza, le conocía todo el mundo. Recuerdo que una vez me llevó a la planta noble del banco, que era muy bonita, y me presentó a algún jefazo. Era alegre, cercano, muy abierto y se notaba que la gente le quería». Cuando echa la vista atrás, a Jonathan le gusta recordarle junto a su madre, preparando los Reyes con esmero, «dejando los zapatos y poniendo una cuerda en la puerta de la cocina para que nadie entrara por error».
Todas las muertes duelen y son duras pero «se asume de una forma diferente si es un accidente. Es más difícil cuando es algo ocasionado por la rabia o el odio». Cuando en la televisión daban la noticia de un atentado, a él y a su madre se les solía escapar alguna palabra malsonante. Nunca iban más allá. «Nos bastaba una mirada para saber lo que sentíamos», resume Jonathan.
Poco después del atentado, madre e hijo se mudaron a otro piso pero sin abandonar Ortuella. En el de siempre había demasiados recuerdos. En la mudanza tuvieron cuidado con que no se perdieran los recortes de periódicos del atentado, que estaban guardados en un cajón. «Alguna vez los he cogido. Pero lo he hecho pocas veces. Hay un momento en que no puedo seguir leyendo».
Un trabajador del Banco de Vizcaya y luego directivo del BBVA -que prefiere mantenerse en el anonimato- explica que «cuando estalla la bomba, los despachos del presidente y los consejeros estaban en la segunda planta y lo vivieron muy intensamente. Aquello, junto al secuestro y asesinato algo antes de Javier de Ybarra, que era consejero, fue provocando el traslado a Madrid». También influyeron las cartas de extorsión a directivos. Detalla incluso que «en las semanas siguientes» al atentado «se empezó a valorar y planificar el traslado de parte de las oficinas centrales», un proceso que se alargó. Entre los dos bancos (el Bilbao y el Vizcaya) había en la capital vizcaína en los años 80 cinco sedes, tres de ellas de oficinas y dos centros de informática, con unas tres mil personas trabajando.
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