Óscar Beltrán de Otálora e ILUSTRACIÓN: VÍCTOR SANTOS
Domingo, 6 de noviembre 2022, 02:24
El policía se acercó al 'Seat 124' aparcado al lado del campo de fútbol de Mendizorroza, en Vitoria. En ese momento no sabía que un comando de ETA le estaba vigilando y le espiaban desde un escondite cercano. Pasó junto al vehículo y dio dos ... golpecitos con los nudillos en la carrocería roja del coche. «Paisano, ¿estás ahí?», susurró. Había pensado que una persona podría estar secuestrada en el maletero. La parte trasera del coche se hundía hasta rozar el asfalto. El maletero debía contener algo de peso. Cuando nadie le respondió, apretó el paso y corrió a buscar una cabina de teléfonos. «Ahí dentro hay una bomba y está cargada de cojones», pensó el inspector.
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Este agente, hoy jubilado, llevaba varias horas buscando un coche por toda la capital alavesa solo porque había tenido una intuición. El 19 de mayo de 1985 los agentes de la comisaría de la Policía Nacional de Vitoria se disponían a salir de su oficina y tomar un vermú. Era un domingo primaveral y caluroso, una mañana especialmente tranquila en la que los ciudadanos recorrían el paseo de la Senda entre las sombras de los árboles.
«Nadie se tomó en serio aquella llamada al principio. El desaparecido que podía hallarse en el maletero era el hijo de un señor que había salido alrededor de las diez de la mañana de casa para echar gasolina en el coche y no había vuelto. La familia le estaba esperando con la comida para irse al pantano y aprovechar el día. O le ha robado un 'choro' o se ha ido de mambo, dijeron algunos compañeros, pero yo creía que ahí había algo más. No me digas por qué», recuerda el entonces inspector del Cuerpo Superior de Policía, que ese día ejercía de jefe de la brigada de Información. El vermú se canceló y, armado solo de ese palpito inquietante, cogió un 'Ford Fiesta' camuflado y se fue hasta la casa del desaparecido. «Cuando hablé con la mujer y los hijos me di cuenta de que allí pasaba algo. El hombre era una persona normal, ni un empresario ni nadie con una significación política especial. Era un trabajador, creo que gallego. Tuve una corazonada. Algo me dijo que le habían secuestrado para quitarle el coche y montar una bomba en su interior», rememora.
El policía ignoraba en ese momento dónde podía estar el coche y cuál podía ser su objetivo. Tampoco sabía si su intuición era correcta o se estaba dejando llevar por fantasmas. «Corrí a buscar una cabina y llamé a la comisaría para que no dijesen por radio nada de que estábamos buscando ese coche. Sabíamos que los terroristas podían escuchar nuestras conversaciones por la radio con un simple 'scanner'», asegura el agente.
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En 1985 los teléfonos móviles eran algo que ni la ciencia ficción podía imaginar, al igual que los dispositivos para codificar las conversaciones de radio de las fuerzas de seguridad, algo que hoy es casi obligatorio. Cualquier radioaficionado podía seguir minuto a minuto una operación policial desde su casa. «En la academia de policía un profesor me había dicho que lo que siempre debe llevar encima un agente es unas esposas, una cuerda, una navaja y monedas. Teníamos que llevar los bolsillos llenos de calderilla para poder llamar desde cabinas». El agente y sus compañeros comenzaron a recorrer Vitoria en el 'Ford Fiesta'. Era domingo y apenas había tráfico. «Íbamos a toda velocidad pero no encontrábamos nada. Del 'Seat 124' no había ni rastro». El inspector estaba convencido de que tenía poco tiempo para actuar y que en algún lugar ya estaba colocada una bomba.
El policía buscó otra cabina y telefoneó a la comisaría. La intuición que le estaba guiando esa mañana le dictó una pregunta: «¿Está previsto algún evento especial hoy en Vitoria?». Le dijeron que no. Tan solo, un partido de fútbol entre el Alavés y el Lleida, un encuentro de segunda B, al que además, el equipo local había invitado a un millar de niños para que asistieran gratis. No se preveían incidentes pero aún así iban a enviar tres dotaciones antidisturbios. El policía nacional cogió su coche y se fue hacia Mendizorroza. Apenas habían recorrido los primeros metros del aparcamiento situado frente al campo cuando vio un 'Seat 124' de color rojo. «Tengo los ojos chiquitines y por eso veo muy lejos. Me fijé en que el coche estaba muy hundido en su parte trasera», bromea ahora. La matrícula se correspondía con la del coche desaparecido. Estaba aparcado junto al lugar en el que estacionaban las furgonetas policiales en los días de competición. El agente se acercó, tocó el maletero para comprobar que no había nadie dentro y corrió a buscar una cabina de teléfonos.
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El inspector pidió que mandasen a Mendizorroza a compañeros de paisano. Estaba convencido que en las inmediaciones se habían escondido los miembros del comando y podrían hacer estallar la bomba con un mando a distancia en cuanto viesen acercarse a una patrulla uniformada. Era cierto, pero él no sabía en ese momento lo cerca que estaban los asesinos.
Los agentes vestidos de civil se desplegaron con toda la discreción posible y comenzaron a buscar a los miembros de ETA. Incluso se acercaron a las urbanizaciones más próximas y comenzaron a registrar las casas desde las que se podía ver el 'Seat 124'. Llegaron a subir, pistola en mano, hasta los camarotes de las viviendas. «Eran los años en los que los miembros de la brigada de información teníamos que dejarnos crecer el pelo y la barba para camuflarnos y que no se nos notase demasiado que éramos policías. Incluso algunos nos poníamos 'kaikus'», explica el policía. Aquellos agentes barbudos y vestidos como abertzales corrieron de un lado para otro en busca de sospechosos pero los rastreos fueron en vano.
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En el aparcamiento de Mendizorroza cada vez había más personas, en especial, niños invitados a ver el partido de fútbol. Y los terroristas no aparecían. Pasadas las tres de la tarde no hubo más remedio que avisar a los desactivadores de explosivos. Dos agentes, en una furgoneta sin distintivos, se acercaron al vehículo robado. Los policías acordonaron entonces el coche y alejaron a las personas que se acercaban al estadio. Cuando los artificieros abrieron el maletero encontraron un dispositivo infernal.
Allí estaba la bomba de ETA que el policía llevaba todo el día buscando. No era un artefacto normal. Los terroristas habían fabricado un armazón de cemento de forma cónica de tal forma que la deflagración se concentrase en un punto. A simple vista se podía apreciar que había una potente carga explosiva -25 kilos de 'goma 2'-, así como enormes clavos de los que se utilizan para sujetar las vías férreas -cien kilos de metralla- e incluso un obús de artillería. Si los antidisturbios hubiesen aparcado donde lo hacían en cada partido, la deflagración habría causado una matanza.
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Los policías sabían que desactivar aquel monstruo les obligaba a jugarse la vida. En los 80, ningún robot de los artificieros estaba diseñado para desplazar una bomba de 200 kilos, así que debían hacerlo a mano. Para mover aquel amasijo de explosivos y metralla tuvieron que atarlo con una soga y lanzar la cuerda por encima de la rama de un árbol cercano para que sirviese de polea improvisada. Luego, varios agentes tiraron de la soga y consiguieron extraer la bomba para desmontarla en el suelo.
La premonición del policía había sido cierta en todo momento. El 'comando Araba' no les había quitado un ojo de encima una vez que abrieron el maletero del '124'. En 2008 fue condenado por estos hechos José Javier Arizkuren Ruiz, 'Kantauri', quien en ese momento era el jefe del 'comando Araba'. La sentencia estableció que el grupo de ETA había pasado varias veces por la zona en un de sus coches. Además, habían robado un segundo automóvil tras encañonar a su propietario. De nuevo, un 'Seat 124'. Al dueño lo habían dejado atado a un árbol al lado del hombre que había sido secuestrado por la mañana cuando acudía a repostar. No serían liberados hasta bien avanzada la tarde. Este segundo vehículo había sido aparcado también junto a Mendizorroza y en su interior habían dejado el mando a distancia de la bomba. Estaba previsto que fuese el vehículo de huida tras la masacre.
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Cuando el comando se disponía a detonar la bomba descubrieron que su coche bomba estaba acordonado por numerosos policías. Según la sentencia, uno de los miembros del comando - José Javier Arizkuren, 'Kantauri'-, cogió del brazo a la que llegaría a ser jefa de ETA Soledad Iparagirre, 'Anboto'. Ambos se acercaron, como si fuesen una pareja de novios, hasta el lugar en el que los artificieros manipulaban el artefacto. Los etarras no sabían que entre el grupo de agentes de paisano que rodeaba el 'Seat 124' había un hombre que llevaba todo el día buscándoles. Y el agente nunca supo que entre los ojos que le contemplaban desde la multitud se encontraban los terroristas que querían matar a sus compañeros. Los miembros de ETA decidieron en ese momento marcharse.
'Kantauri' sería detenido catorce años después, en marzo de 1999. El 'comando Araba' que dirigía había convertido las inmediaciones de Mendizorroza en una de sus zonas preferentes para cometer atentados. En marzo de 1985 ya habían ametrallado a un patrulla de policías que custodiaba una unidad móvil de TVE mientras retransmitía un partido entre el Baskonia y el Estudiantes. Una año más tarde secuestraron al empresario nacionalista Lucio Aginagalde cuando salía de ver un partido de pelota en los frontones de la zona deportiva. En 1987, 'Kantauri' asesinó a dos policías -Rafael Mucientes y Antoni Ligero- en el cercano pueblo de Armentia, al hacer estallar una bomba al paso del vehículo que conducían.
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El pasado viernes, la etarra 'Anboto' fue también condenada por estos hechos. Esta terrorista había sido absuelta inicialmente por este intento de atentado pese a que sus huellas digitales habían aparecido en el coche bomba. El Supremo ordenó repetir la vista oral y esta vez fue sentenciada en la Audiencia Nacional a 425 años de cárcel. La etarra, que acumula más de 300 años de prisión por otros crímenes, llegó a ser una de las principales dirigentes de la banda. Fue detenida en 2004 cuando dirigía el aparato de extorsión de ETA desde la localidad francesa de Salies-de-Bearn junto con su compañero Mikel Albizu, 'Antza'. Con anterioridad había formado parte del 'comando Madrid', a donde había enviada tras su salida de Vitoria. El inspector que había conseguido evitar la mantanza de Vitoria fue ascendiendo. Pero le sucedió lo que le ocurre a muchos agentes: se obsesionó con el delincuente que no ha llegado a atrapar pese a que casi lo ha rozado con la punta de los dedos. «En los años 90, cuando nos mandaban a Madrid a algún curso o alguna reunión, yo salía a buscar a 'Anboto'. Después de cenar o al terminar una sesión de trabajo salía con mi coche y comenzaba a recorrer al capital. Sabía que ella estaba allí y que quizás el azar me ponía delante de ella y podría culminar el trabajo iniciado en Vitoria... pero nunca nos cruzamos», afirma.
«¿Que si pasé miedo en Mendizorroza? En ese momento ninguno. Es tal la descarga de adrenalina que no tienes tiempo de pensar», recuerda hoy el hombre que consiguió localizar la bomba antes de que el comando pudiera hacerla estallar. «De todas formas, hace unos años, ya jubilado, me había quedado solo en casa, tumbado en el sofá, y me vinieron a la cabeza todas las veces en las que había estado a punto de morir. Esa tarde sí que lo pasé mal». Aquella operación en la que consiguió salvar la vida a sus compañeros se mezcla en su memoria con otros días menos afortunados en los que tuvo que acudir a asesinatos, levantar atestados por atentados mortales o ayudar a evacuar a los heridos. Su consuelo, años después, es una frase que le dijo un amigo judío. «Quien salva una vida salva al mundo entero. Y aquel día en Mendizorroza salvamos varias veces al mundo», concluye.
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