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El lunes se nos fue Manolo Marín. Cuando me lo dijeron eché la vista atrás y me di cuenta de que hay pocas personas a las que tantos españoles le debamos tanto.
Hoy que, para muchos, la política es poder y privilegio, se nos hace ... difícil recordar, y mucho menos entender, que en los últimos años de la dictadura había jóvenes idealistas que, mientras comentaban lecturas prohibidas en los colegios mayores, soñaban con la libertad. Eran años en los que, a una sociedad pacata a la que faltaba libertad, habían sumido en una tristeza gris. Eran tiempos de esa dictadura que había levantado un poco más la frontera de los Pirineos para aislarnos del progreso y la democracia. Y en aquella época Manolo era de esos jóvenes soñadores para los que la política era casi un sacerdocio de la democracia. La política como servicio a la ciudadanía y lucha por la libertad.
Eran tiempos en los que, cuando cruzábamos los Pirineos, los españoles caminábamos con inseguridad, como un campesino que llega a la gran ciudad. Había dos mundos radicalmente diferentes separados por la frontera: al norte, la modernidad, la cultura, la libertad personal y la democracia política; al sur, la melancolía triste anclada en una pobreza generalizada.
Y cuando, en esos años, Manolo hablaba con sus amigos les decía que tenía dos grandes sueños. El primero, lograr la libertad política en España. El segundo, Europa. Europa como compendio de lo moderno, como metáfora para sacudirse la moral estrecha y las costumbres tuteladas por los religiosos dominantes. Europa para Manolo no solo era un lugar, un mapa físico; era fundamentalmente un horizonte de esperanza. Europa era romper de forma definitiva con nuestro pasado de atraso y aislamiento.
Por ello, muy pronto se fue a Bruselas, al Colegio de Europa de Brujas, primero como alumno y luego como profesor. Y en el año 1977 volvió a España, respondiendo a la llamada de Felipe González, para iniciar la modernización de nuestro país presentándose como candidato a diputado por la circunscripción de su tierra natal, Ciudad Real, por la que logró su escaño con poco más de 30 años. Y es aquí donde comienza su carrera política pública.
Participó así en lo que después se llamó la Transición; una apuesta valiente de la izquierda española, de los socialistas y de los comunistas, que tuvieron el valor de pactar la libertad, con la audacia de creer que se podía superar el pasado cerrando el ciclo de golpes militares que habíamos sufrido durante más de siglo y medio.
Por eso, ante los que hoy denuestan tanto la Transición sin haber vivido la dictadura, ante todos los que creen que la libertad es un paisaje permanente que nos corresponde por justicia divina, Manolo se eleva como ejemplo de aquellos jóvenes soñadores que pactaron la Transición porque sabían que la libertad siempre tiene un precio terrible que no es otro más que el de su ausencia.
Con la Transición, Manolo alumbró su primer sueño: la libertad; y un poco más tarde, en su puesto de secretario de Estado para las Relaciones Europeas y dirigiendo las negociaciones de ingreso con la Unión Europea, fue el que nos hizo a todos conseguir el segundo: ser europeos.
Nos queda en la retina la foto de la firma de la adhesión de España a la Unión (entonces llamada Comunidad Económica Europea) en la Sala de Columnas del Palacio Real; Felipe González y Fernando Morán, ministro de Asuntos Exteriores, están firmando el tratado. Él, en una esquina, espera con la pluma en la mano su turno para firmar.
Estoy convencido de que fue su momento más pleno en su dilatada carrera política. Por fin, con esa firma los Pirineos pasaban de ser muralla a ser punto de encuentro; de ser barrera separadora a conexión con la Europa soñada por generaciones enteras de españoles progresistas y liberales.
Pero no se conformó con derribar fronteras físicas. Creía firmemente en que la mejor forma de acabar con ese otro tipo de barreras mentales interiores era conocer a los «otros» europeos. Su objetivo era que esos «otros» dejaran de serlo y todos fuéramos ciudadanos y ciudadanas iguales compartiendo un proyecto común. Y de esa voluntad nació el proyecto Erasmus que hoy goza de tanto éxito entre los jóvenes estudiantes.
Su última responsabilidad importante fue la de ser presidente del Congreso de los Diputados en la primera legislatura Zapatero. En esa función defendió con firmeza la autonomía e independencia del Congreso frente al Ejecutivo, aunque el Ejecutivo fuera de su partido.
Y es que Manolo, por encima de conveniencias particulares o partidarias, siempre puso e impuso el ejercicio firme de la responsabilidad, el respeto a la institución y el compromiso con la pluralidad.
Yo le conocí siendo muy joven y siempre mereció mi respeto y admiración. Tenía un enorme sentido de la justicia y de lo ecuánime. Nunca le escuché un halago innecesario ni una regañina inmerecida. Nunca se acomodó al poder del que lo ostentaba ni alardeó, y mucho menos abusó, del que tenía. Recto, firme, justo, ejemplar y siempre humilde.
Ramón Rubial nos dijo que si no eres humilde es que, seguramente, no eres socialista. Por eso, como cuenta el periodista Carlos Otto, cuando Manolo Marín decidió abandonar la política activa, convocó una rueda de prensa en Ciudad Real, lejos de los focos de Madrid, para anunciar su renuncia. Dice Otto que lo hizo para reconocer el trabajo callado y silencioso de los periodistas de provincias, pero yo creo que no fue solo eso. Ahí en su provincia natal fue donde comenzó su carrera política como joven diputado y, al abandonar las responsabilidades que había tenido, no se olvidó de sus orígenes, de dónde inició su vida pública y volvió a su tierra a dar las gracias y a decir adiós.
Hoy, desgraciadamente, le tenemos que decir adiós muchos de los que, de verdad, le apreciabamos.
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