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La razón principal de que el PNV haya levantado la voz para advertir a Pedro Sánchez de que «tomará nota» si impide que la socialista María Chivite forme gobierno en Navarra con Podemos y Geroa Bai es su interés en mantenerse en tareas ejecutivas en ... la comunidad foral, aunque no sea ya en la presidencia. Su implantación, a años luz de la hegemonía vasca, es discreta y el escaparate gubernamental es crucial para que la sigla no languidezca en la oposición. Los jeltzales insisten estos días en que están presentes en Navarra desde hace casi 120 años -desde que Luis Arana, hermano de Sabino, iniciara la expansión del partido más allá de Bizkaia, poco antes de que se abriera el primer batzoki en Etxalar, en 1907- y en que, por lo tanto, pueden hablar con voz propia de sus siempre convulsas cuitas políticas. «Somos Navarra», insisten.
Pero, al margen del fantasma de la anexión que siempre sobrevuela todo lo que tenga que ver con las relaciones políticas entre Euskadi y la comunidad foral, la presencia institucional del PNV en Navarra sirve para mantener encendida la llama simbólica de su relación preferente con Euskadi, que se profundizó y amplió notablemente tras la llegada del cuatripartito encabezado por Uxue Barkos tras un largo período de gobiernos de UPN. El regreso de los regionalistas al Ejecutivo foral de la mano de Javier Esparza no acabaría, evidentemente, con los convenios de colaboración en materia de asistencia sanitaria, empleo o intercambio empresarial, pero sí difuminaría la carga emocional de los acuerdos firmados en otras materias, como la defensa conjunta del autogobierno y el régimen fiscal del Concierto y el Convenio con una sola voz, el fomento del euskera, la distribución de la señal de EiTB o los compromisos recogidos en la 'Declaración de Bertiz' para impulsar iniciativas conjuntas sobre presos, víctimas y memoria tras el final definitivo de ETA en la primavera de 2018.
Más allá del posible referéndum de anexión que contempla la Disposición Transitoria Cuarta de la Constitución -una polémica casi siempre artificial, por la ausencia de mayorías cualificadas para forzarlo-, la verdadera tarea del nacionalismo a la hora de mantener vivo el relato de los siete territorios vascos pasa por profundizar la colaboración entre instituciones, muchas veces con iniciativas de gran calado simbólico. Esa es la línea que han seguido los Gabinetes de Iñigo Urkullu y Uxue Barkos desde que firmaran en mayo de 2016 un amplio protocolo de colaboración para «normalizar» sus lazos políticos y corregir la relación «antinatural» que, en palabras de la consejera navarra Ana Ollo, existía hasta entonces.
El convenio daba continuidad a otro firmado en 2009 por Patxi López y Yolanda Barcina, cuyas relaciones con el nacionalismo vasco fueron especialmente tensas. Pero tenía una vertiente mucho más política que se disolverá como un azucarillo si Navarra Suma logra finalmente gobernar. Urkullu y Barkos aprovecharon la histórica coincidencia de dos Ejecutivos nacionalistas en Vitoria y Pamplona para incidir en la necesidad de mantener una relación específica con el Estado, basada en la bilateralidad, y para denunciar los intentos de recentralización, laminación de competencias o devaluación de los regímenes sustentados en los derechos históricos. Para justificarlo, recurrieron a invocaciones históricas de las figuras del pase foral y la sobrecarta, por las que los territorios forales podían declarar nulas las órdenes de la Monarquía española.
El 'apagón' de la señal de EiTB por problemas con las licencias fue polémico pero la emisión logró finalmente regularizarse. También se impulsaron acuerdos para dinamizar el uso del euskera y se dio un espaldarazo especialmente intenso a la eurorregión Aquitania-Euskadi-Navarra -con profusión de encuentros y fotos de familia-, un organismo de cooperación transfronteriza del que la comunidad foral había quedado fuera durante la etapa de UPN por los recelos políticos que suscitaba en los regionalistas.
Muy significativa fue la escenificación conjunta de Urkullu y Barkos, junto al presidente de la Mancomunidad de Iparralde, Jean-René Etcheverry, de las gestiones con el verificador Ram Mannikalingam para el desarme de ETA. Y el anuncio, tras la desaparición definitiva de la banda, de un grupo de trabajo conjunto entre ambos Ejecutivos para impulsar cambios en la política penitenciaria o una reflexión autocrítica en la izquierda abertzale.
Es solo una muestra del poso ideológico que ha impregnado las relaciones entre ambos Ejecutivos en esta última etapa, aunque sin descuidar la vertiente pragmática 'marca de la casa' de Urkullu. Por ejemplo, se introdujo un novedoso apartado para garantizar la movilidad de los perceptores de ayudas sociales sin pérdida de derechos o para combatir de forma conjunta la violencia machista. Está por ver todavía cómo acaba la partida en Navarra. Y si la moneda cae del lado de Esparza, hasta qué punto se resiente esa fluidez en las relaciones.
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