El cierre de un año con elecciones al Parlamento vasco siempre se presta a extraer conclusiones acerca del momento político. Más allá de las cuitas diarias, son las miradas con perspectiva las que aquilatan las tendencias de fondo. Esas que definen lo robusto que es ... un proyecto a lo largo del tiempo y hacia dónde se dirige. En ese sentido, lo acontecido el pasado 21 de abril y la posterior gestión de los resultados, con el consiguiente despliegue institucional, encierran dinámicas que trascienden lo coyuntural.

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Quienes pretendían un cambio de ciclo simbolizado en doblegar al PNV por primera vez en unos comicios de este tipo fracasaron en su objetivo. El momento se les antojaba propicio por una suma de factores: el relevo en el liderazgo institucional del partido mayoritario siempre entraña riesgos electorales, que pueden dispararse si la alternativa maximiza su creciente capacidad aglutinadora. Todo ello en un contexto en el que los partidos de gobierno se han batido en retirada en casi toda Europa tras el cambio de paradigma que supuso la pandemia.

Pocas veces dispondrá EH Bildu de semejante oportunidad a corto o medio plazo. Pero ni limando con ahínco todas sus múltiples aristas logró imponerse en votos. Y aunque en su lectura de los resultados lo fíe todo a seguir creciendo de forma sostenida, su conversión en formación política al uso le somete al mismo desgaste cíclico que a los demás. Desdibujar un contorno ideológico tan marcado en pos del crecimiento electoral conlleva espacios fronterizos más difusos y permeables.

La izquierda abertzale nació en buena medida para desplazar y sustituir al PNV, pero éste sigue estando infinitamente mejor posicionado en el seno de la sociedad vasca. La muestra más palmaria del fracaso histórico de la sopa de siglas que ha ido representando a los primeros radica en haber terminado sus días tratando de imitar a toda costa a los jeltzales.

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Ocurre, sin embargo, que carecen de la credibilidad que aporta una trayectoria bien trazable por su solidez, la que aúna la defensa permanente de los derechos humanos con el liderazgo en la recuperación, gestión y profundización del autogobierno bajo la guía permanente de una vocación europeísta de primera hora. Es ese recorrido el que posibilita, asimismo, ser percibido por los demás agentes de toda índole como socio fiable y deseable, lo que constituye un activo decisivo en tiempos de fragmentación, en los que la concertación no es una opción sino una necesidad y se impone el desarrollo de nuevas formas de gobernanza que sumen liderazgo y capacidad de escucha permanente.

En un entorno endiabladamente inflamable, Euskadi ha renovado este año su apuesta en favor de la estabilidad y de un rumbo claro, el de timón firme del original frente al serpenteante del sucedáneo. No están los tiempos para experimentos.

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