Estamos asistiendo a los dos procesos de investidura más extravagantes de los que han tenido lugar en nuestro país desde que se inauguraron en el inicio de esta etapa democrática. Si el primero, protagonizado por Feijóo, destacó por no haberse hablado nada en él que ... tuviera que ver con su objetivo –investir a un presidente con su proyecto de gobierno–, el segundo, liderado por Sánchez, se caracteriza por no dejar de hablarse de lo que nada dice quien más debería hacerlo. La amnistía ha monopolizado el debate hasta el punto de que todo el mundo conoce la opinión que sobre ella tiene el último tertuliano, sin que haya abierto la boca quien resulta ser el más directo interpelado.
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La única razón que se ha dado para justificar tan extraño proceder es la discreción que requiere toda negociación para arribar a buen puerto. «No nos pronunciaremos –se dice– hasta que todo esté acordado». La explicación no deja de tener sentido. Hablar a destiempo o más de la cuenta suele echar por tierra incluso los acuerdos ya alcanzados. Pero, aun cuando la explicación se entienda, no deja en buen lugar la debida transparencia. De manera que, como efecto no deseado, más que de mirar por el éxito de la negociación, podría concluirse que el silencio trata de ocultar lo inconfesable, dejando así despejado el camino a las más inquietantes sospechas. De hecho, si quien no deja de hablar –hacíéndolo además con desafiante arrogancia– es quien demanda la amnistía, quien guarda silencio, en lugar de discreción y prudencia, acaba transmitiendo incomodidad e indecisión. Y así es, sobre todo, porque hasta los que a quien calla le son o han sido afines encienden las alarmas de la inquietud que les genera el mutismo de quien debería tranquilizarles con su palabra. Nada les tranquilizan, en cambio, ni las explicaciones por persona interpuesta, por autorizada que se la considere, ni las frases de manual como «todo se hará con respeto a la Constitución», cuando, además de ésta, quedan otras relevantes cuestiones de orden político que les inquietan. Llega así un momento en el que el silencio se hace insuficiente hasta para quien había creído encontrar en él la mejor defensa en que atrincherarse.
Otra habrá de ser, pues, la razón para que tan evidente objeción no se considere motivo suficiente para romper el silencio y pronunciarse con claridad sobre el asunto. Cabría pensar, por ejemplo, que tan sigilosa actitud no es sino la versión política de la táctica que, en estrategia militar, se denomina «volar bajo el radar», es decir, pasar indetectado para que no pueda deducir, por indicio alguno, qué ocultos propósitos se persiguen. Se lograría así que, caso de tener que dar marcha atrás en la negociación, no queden huellas de los pasos dados ni del destino al que se dirigían. Y es que la relación con el independentismo en que Sánchez se ha embarcado está demostrándose en extremo tóxica, al estar comportándose aquél, no como un leal interlocutor, sino al estilo del tahúr cuyos órdagos lo mismo pueden ir de farol que estar respaldados por las cartas. Ante tal incógnita, lo más aconsejable parecía consistir en tener prevista la retirada sin haber dejado huellas que delaten del camino andado. Nadie podrá así decir que se quiso hacer lo que no se ha hecho.
Y así, ahora que los plazos se acortan y los órdagos se mantienen en sus términos más perentorios, el silencio se habría demostrado la táctica más idónea de quien se había preparado a hacer de la retirada una victoria que nadie podría calificar de pírrica. Pero, pese a tan elaborada estrategia, el problema persiste y consiste en saber si, tras haberse quebrantado el silencio propio por el ruido de la hinchada que ha ido arremolinándose en torno a la mesa de juego para animar la partida, la retirada podrá ya interpretarse como algo distinto a una humillante derrota. Y es esta eventualidad la que podría provocar que, por evitar la retirada, se opte por una huida hacia adelante en la que la victoria que se aparentaría haber alcanzado dejaría en buen lugar la que Pirro alcanzó a cambio de las innumerables bajas que sufrió en su propio ejército y de los desastres que se sucedieron en el entorno. Todo es, pues, posible y nada, bueno.
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