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De chavales –y esta vaga referencia vale para fijar el recuerdo en tiempos lejanos–, a falta de gente para formar dos equipos de fútbol o de tiempo para jugar un partido completo, echábamos el balón, si lo había, o la pelota al aire y, al ... caer aquél al suelo, quien antes lo pillara comenzaba a regatear con el único propósito de retenerlo hasta que otro lograra quitárselo. No había ni porterías ni líneas que demarcaran el inexistente campo de juego ni, por supuesto, otras reglas que no fueran las que impone la fuerza, la habilidad o la marrullería. Siempre acabábamos con alguien contusionado y otro llorando. Lo llamábamos jugar «a todos contra todos». Este recuerdo se me ha avivado al contemplar, fuera de lo deportivo, el espectáculo de enfrentamiento que está representándose en la vida política y social del país. Como si, también en este terreno, fuera el «todos contra todos» el juego que ha suplantado al que debería ser la confrontación civilizada de ideas e intereses regulada por normas.

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