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De chavales –y esta vaga referencia vale para fijar el recuerdo en tiempos lejanos–, a falta de gente para formar dos equipos de fútbol o de tiempo para jugar un partido completo, echábamos el balón, si lo había, o la pelota al aire y, al ... caer aquél al suelo, quien antes lo pillara comenzaba a regatear con el único propósito de retenerlo hasta que otro lograra quitárselo. No había ni porterías ni líneas que demarcaran el inexistente campo de juego ni, por supuesto, otras reglas que no fueran las que impone la fuerza, la habilidad o la marrullería. Siempre acabábamos con alguien contusionado y otro llorando. Lo llamábamos jugar «a todos contra todos». Este recuerdo se me ha avivado al contemplar, fuera de lo deportivo, el espectáculo de enfrentamiento que está representándose en la vida política y social del país. Como si, también en este terreno, fuera el «todos contra todos» el juego que ha suplantado al que debería ser la confrontación civilizada de ideas e intereses regulada por normas.
No me refiero, aunque esté ya salido de madre, al enfrentamiento entre partidos que desde hace tiempo campa desaforado por el país y ha venido en consagrarse, lingüísticamente, como el «muro» que separa la llamada progresía del supuesto reaccionarismo o, fácticamente, como el recurso a mediadores de la UE para poder sentarse a dirimir conflictos domésticos. De ése, el calificativo de «fachosfera» que el presidente ha copiado y difunde con fervor para definir a la parte de la sociedad que le disgusta da una idea de la animosidad con que se expresa: el 'Zorra', de un lado, y el 'Cara al sol', del otro, con nada en el medio, son los polos que definió el citado. Pero, tratándose de partidos, se tolera como un enfrentamiento que hace honor a su nombre. Pienso ahora en otros conflictos que, aunque bajen en cascada por desbordamiento del enfrentamiento partidista, han ido arraigando también en otras instituciones. Así, por ejemplo, la deseable colaboración que debería reinar entre Congreso y Senado ha derivado en una irreconciliable rivalidad que no hace sino entorpecer el funcionamiento de la política nacional. Y, rebasando los estrictos límites de los partidos, el zancadilleo que se ha hecho habitual entre los tres poderes del Estado delata la tortuosa relación que se ha establecido entre Política y Justicia o en las tensiones recientemente desatadas en un órgano tan jerarquizado y habitualmente ordenado como la Fiscalía. Se presenta así un panorama que, si no fuera por lo mucho que tiene de ridículo, cabría calificar de alarmante.
No cabe duda de que tal estado de cosas no puede desligarse de la difícil gestación de la investidura ni de los condicionantes que impusieron los pactos a los que hubo de recurrirse para alcanzarla. De hecho, en las citadas tensiones institucionales, la proposición de la ley de amnistía y los pactos que la impulsaron con el independentismo de JxCat han revelado una toxicidad cuyos efectos están dejándose sentir en las funciones que los poderes del Estado están llamados a desarrollar. Cuestiones sensibles como el terrorismo y la alta traición afectan, en efecto, de manera directa tanto a la Política como a la Justicia, rehenes ambas de obligaciones e intereses no fácilmente conciliables como pueden ser, en estos momentos, la sujeción al Derecho y el mantenimiento del poder. Para colmo, la reciente irrupción del Europarlamento en el tratamiento que ha de darse a los supuestos tratos del independentismo con el Kremlin en relación con el 'procés' ha complicado el estado de cosas hasta hacerlo casi irresolublemente conflictivo. No es de recibo que, si a Europa se recurre cuando de dirimir conflictos internos se trata, se la ignore cuando su más alta representación se pronuncia sobre asuntos que nos hacen socios, aunque escucharla conlleve la adopción de decisiones traumáticas,
El conflicto incide, en efecto, de manera directa, en la gobernabilidad del país. En ella se conjugan cuestiones de interés y responsabilidad, cuyo equilibrio supone una honradez y una altura de miras que se han echado de menos en los últimos tiempos. Es, pues, probable, que nos veamos obligados a asistir, una vez más, a las habituales marrullerías y contorsiones jurídico-políticas de las que tanto provecho se ha sacado hasta ahora. Nada inquieta, por tanto, que al juego de «todos contra todos» se haya sumado en el último momento el nuevo jugador europeo, toda vez que tendrá que competir con tahúres avezados y una afición volcada en su equipo. La gente, entretanto, a su bola, que es Carnaval.
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