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La actual vida pública española se desarrolla en el subsuelo de la realidad. Políticos, jueces y periodistas llevan tiempo, cual topos cegados por la oscuridad, excavando galerías subterráneas que se cruzan y forman un callejero laberíntico en el que sólo los iniciados se orientan. Como ... en una excavación arqueológica, los estratos se superponen, dejando cada uno su huella específica que ayuda a datar las peripecias en que el laberinto se ha formado e invita a contraponerlos unos a otros. Los más superficiales llevan nombres que al ciudadano de hoy le son familiares -Koldo, Aldama, Ábalos o Begoña-, mientras que los profundos evocan épocas que, hundidas en el olvido, sólo le suenan de oídas: Bárcenas, Villarejo, Granados o Zaplana. Componen un entramado que nuestros líderes llevan ya demasiado tiempo interpretando, guiados siempre por el 'parti pris' que cada uno ha adoptado de antemano. Pero, por obligado que sea el empeño, ha sido ocasionado por conductas que no deben secuestrar la vida pública del país y está siendo usado como excusa para cubrir la ineptitud o la escasa voluntad que cada uno ha tenido de preverlas y evitarlas. Se trata, pues, de una carga extra que consume la fuerza y desvía la atención que habrían de dedicarse a otros asuntos que afectan más gravemente al país. Así que, déjese a los jueces que diriman las denuncias y deshagan los entuertos, mientras los demás se aplican a aquellas cuestiones que más interesan al ciudadano.
Y es que, por encima de ese mundo subterráneo en que nuestros líderes se hallan sumergidos, se desarrolla una realidad a cielo abierto que demanda la concentración y el esfuerzo de todas las fuerzas hoy distraídas en menesteres que nunca deberían haber secuestrado su atención. Mientras de ellos se ocupan, el mundo que fluye a la vista de todos atraviesa tiempos cuya complejidad puede acabar dando al traste con las ilusiones y expectativas que nos habíamos hecho acerca de nuestra vida en común. Las guerras que están librándose en las orillas de Europa o en territorios más lejanos, pero que, como el del Oriente Próximo, nos afectan de lleno, sólo son, en efecto, más allá del dolor y la desesperanza que suponen para quienes directamente las sufren, el síntoma de un cambio en los equilibrios internacionales que, a quienes con los actuales hemos convivido durante décadas, no hace más que desorientarnos y desconcertarnos. Aliados y rivales, amigos y enemigos, cambian de bando sin previo aviso y, querámoslo o no, nos ponen de su lado o en su contra. La victoria de Trump en las elecciones de Estados Unidos sólo ha añadido uno más al ya abultado número de los que, bajo el seudónimo de nuevos demócratas, se hacen dueños de la situación y deciden, como autócratas que son, las nuevas condiciones que han de regir en el orden mundial.
En este proceso, la Unión Europea se encuentra desnortada e inerme. De un lado, los dos países que, además de fundadores, han actuado de motores de su actividad y referentes de su destino, Alemania y Francia, se hallan hoy, cada uno por sus motivos, estancados en crisis paralizantes. Su aislamiento crea una sensación de orfandad y abandono en el resto de países hermanados. De otro lado, la nueva Comisión formada a raíz de la fragmentación que arrojaron las elecciones europeas incluye en su propio seno más factores de tensión que de cohesión. La falta de liderazgo y el desacuerdo están así llamados a ser los causantes más eficaces de la irrelevancia que amenaza con convertirse en la característica que mejor define esta nueva etapa de la Unión precisamente en el momento en que más se precisan la unidad sin fisuras y la fortaleza del liderazgo.
Ante esta situación exterior, resulta aún más incomprensible y reprobable el ensimismamiento en que nuestra política interior y todos sus agentes se hallan sumidos. Nada hace pensar que se trate de un mal pasajero de pronta curación. Todo indica, más bien, que nos enfrentamos a una dolencia endémica que tiene brotes intermitentes y cada vez más frecuentes. El fatalismo que ha dominado a quienes se han dedicado a diagnosticar la salud del país a lo largo de la historia no es sino el sinónimo de un conformismo que anestesia, pero no cura. En contra de tanto pesimismo, no cabe renunciar a la esperanza de que todavía queden entre la ciudadanía arrestos suficientes para azuzar a quienes hoy se afanan en toperas subterráneas y obligarlos a salir a la superficie a lidiar con los asuntos que interesan al país. Veremos así si el mal está en la gente o en sus dirigentes.
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