El rechazo de la proposición de ley de amnistía por una mayoría absoluta del Congreso ha abierto un período de incertidumbre cuyo desenlace no me atrevo a predecir. Las tan encontradas como firmes posturas de PSOE y Junts apuntarían, de un lado, a un impasse ... imposible de superar. De otro, la urgencia que los líderes de ambos partidos tienen de llegar a un acuerdo, el uno para mantenerse en el poder y salvar su orgullo, el otro para alcanzar su inmunidad y la de centenares de sus conciudadanos, augura un entendimiento de última hora, aunque sólo sea basado en un maquillaje que deje el fondo del asunto como está. No parece, en efecto, posible, cubrir de otra manera en el texto todas las posibles contingencias, a fin de que se garantice, como exige Junts, el carácter «integral» de la amnistía y su «inmediata aplicación». Así que, para evitar perder mi tiempo y el del lector en caprichosas conjeturas, dedicaré esta incierta tregua a exponer un par de reflexiones mejor fundadas. Ambas versan sobre el texto de la proposición.

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En su preámbulo, así llamado quizá para evitar el título más común de exposición de motivos, pues poco se registra en él que explique la motivación de la ley, todo el esfuerzo expositivo se centra en argumentar la plena sumisión de la proposición a los preceptos constitucionales. Como si se dudara, contra toda costumbre, de la tradicional presunción de constitucionalidad que a todos los actos del legislativo asiste y si, al someter el texto a la aprobación de los diputados, el proponente se sintiera en la necesidad de asegurarles previamente que lo que les propone no sólo no infringe precepto alguno de la Constitución, sino que está plenamente avalado por ella. Me vino a la mente, al leerlo, el dicho aquel de que «algo tendrá el agua cuando la bendicen». Y, dándole al dicho la vuelta, me pregunté cuántas y cuán inquietantes dudas suscitará la proposición, en la referente a su constitucionalidad, cuando tantos y tan ímprobos esfuerzos se hacen para despejarlas. Tanta 'excusa no pedida', me malicié, no puede ser otra cosa que la 'manifiesta acusación' que pretende encubrirse. Y frente al abrumador exceso de argumentación en favor de la constitucionalidad, eché en falta una exposición razonada y convincente del conflicto que la ley se propone superar, pese a que el proponente tenía a su entera disposición el mejor relato expositivo que sobre él pudiera hacerse en la sentencia que el Tribunal Supremo dictó en 2019 a propósito de los hechos del 'procés'. ¡Pero no era, claro, cuestión de mentar a la bicha!

En el escaso espacio que el preámbulo deja a otras consideraciones se cuela una en extremo significativa. Reza textualmente: «De esta manera, se devuelve la resolución del conflicto político a los cauces de la discusión política». Acabáramos. De eso se trataba. Se incorpora así al texto una expresión que, aunque tan inconsistente como ventajista, se ha hecho de uso común en cierto lenguaje político, si bien, quizá por no sonrojarse en exceso, el proponente da por sobreentendida la coletilla que suele añadírsele y que dice: «De donde nunca debió haber salido». ¡Todo un tratado jurídico-político! Se sugiere con ella que actos políticos como los que se produjeron en el 'procés' nunca debieron haberse sometido al control judicial y que fue éste una intromisión ilegítima en un terreno que le está vedado transitar.

Es lo que ha venido en llamarse 'judicialización de la política' y, en su denominación más extrema y peyorativa, 'lawfare'. También esto me ha despertado recuerdos y hecho pensar en la famosa frase que Cicerón pronunció en el contexto de las guerras civiles que asolaban Roma y que él se enorgullecía, con razón o sin ella, de haber logrado apaciguar en su consulado: «Cedant arma togae», es decir, si se me permite la libertad, «dé la guerra paso a los tribunales». Y es que, pese a la abusiva y expansiva derivación del término 'warfare' en el de 'lawfare', sólo mediante el control democrático de la política por parte de la Justicia podrá evitarse la arbitrariedad y salvarse la respetuosa interacción de poderes en que se sustentan el Estado de Derecho y, en definitiva, la democracia. ¿O no son los propios esfuerzos que el preámbulo hace por blindar al extremo los términos de la proposición los que demuestran -y así se asume- que también esta ley y su aplicación deben pasar los filtros de la Justicia en sus diversas instancias y niveles? Si así es, mejor actuar con coherencia y, aprovechando la pausa, redactar de nuevo, de arriba abajo, este impertinente preámbulo, reconvirtiéndolo en una auténtica exposición de motivos. Sobre la constitucionalidad de la ley se pronunciará quien debe hacerlo.

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