El debate de investidura de los pasados miércoles y jueves, que culminó, al mediodía de este segundo día, en la votación verbal de los 350 diputados, supone un antes y un después en la excitante conversación que, no sólo la política, sino la población entera ... habíamos mantenido desde que aquel ya lejano el 23-J se celebraran unas elecciones de apretado e incierto resultado. Causa finita. Hizo bien el jefe de la oposición en cerrar el debate reconociendo expresamente la legitimidad del proceso y felicitando al investido, pese a las crudas y descarnadas palabras que ambos se habían intercambiado. Todo acabó, pues, según dicta la ley y aconseja el respeto.

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Ni supone, sin embargo, este final dar por bueno lo ocurrido ni abre una pizca de esperanza de que las aguas vuelvan pronto al cauce del que se desbordaron. Quizá nunca lo hagan. Por de pronto, el propio debate que cerró el proceso y en el que no era fácil distinguir quién aspiraba a la investidura y quién la impugnaba, lejos de restañar heridas pasadas, abrió nuevas y hondas que llevará tiempo cerrar. Ni la acelerada adopción de medidas de orden social en la que el Gobierno pronto se enfrascará para pasar esta bronca página logrará tapar el inmenso abismo que se ha abierto entre las fuerzas gubernamentales y las de la oposición. En parte, sin duda, porque es precisamente ese abismo el que da cohesión a las heterogéneas fuerzas que se aglomeran en torno al Gobierno y que sólo comparten entre sí la aversión que sienten hacia las que quedan excluidas. Pero, sobre todo, porque la discusión que el todavía sangrante asunto de la amnistía, que ha acaparado la contienda desde las elecciones hasta el día de la investidura, seguirá recorriendo sus interminables etapas que llevarán meses y hasta años antes de culminar, sin siquiera concluir, en el TC. La amnistía será para Sánchez la matraca del «delenda est Carthago» con que el viejo Catón concluía sus discursos en el Senado, viniera o no a cuento.

El abismo abierto con esta cuestión amenaza con engullir, no sólo a los partidos, sino también, y con extrema virulencia, a todos los estratos y sectores de la sociedad. Ningún estamento ha querido inhibirse del debate. La cuestión tiene además tan tupidas y sensibles ramificaciones que la propia ciudadanía se ha sentido enredada y, por los más variados impulsos y razones, se ha implicado en ella con un fervor pocas veces conocido. Toca fibras que lo mismo activan feraces argumentos y razones que excitan destructivas emociones y pasiones. Quien ha tirado la piedra al estanque no puede esperar que sean quienes le avisaron del riesgo los que remansen las ondulaciones.

Sorprende además que sea precisamente quien ha arrojado la piedra quien diga ahora haber pretendido con ello crear un remanso en el que lo que hace unos años fuera turbulencia deje de agitarse con el furor con que azotó el ambiente y extendió por doquier el terror. De hecho, es ya claro que el reencuentro que dice perseguir se ha convertido en más amplio y peligroso enfrentamiento. Sólo ha conseguido desplazar la tensión desde el enclave en el que aún pudieran pervivir rescoldos de un fuego que se decía extinguido a un espacio mucho más amplio y no menos inflamable, inundado, además, como está, de gasolina. No se le ha ocurrido pensar -o quizá sí- que las ventajas que espera sacar de tan insensato proceder no llegarán a compensar lo mucho que a los suyos y a la ciudadanía entera -e incluso a él mismo- les va a costar el empeño. A Pirro le enseñó una guerra que hay victorias en las que se pierde más de lo que se gana.

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César se decidió a cruzar el Rubicón y, en un acto de osadía y hibrys, entró en Roma y se hizo con la ciudad. Efímero triunfo. No sólo acabó por perder la vida a manos de algunos de sus más fieles, sino que dejó para la historia el infame legado de haber acabado con la República. El pasado despierta a veces del olvido imágenes que uno no querría nunca revivir. Menos mal que Marx nos aseguró de que, cuando la Historia repite la tragedia, lo hace en versión de farsa. Yo le creo y este caso lo confirmará. Pero, de momento, el revuelo armado parece el preludio de unos estragos de los que nadie querrá hacerse responsable. Ni por provocarlos, unos, ni por no haber sabido evitarlos, otros. Lo dijo Felipe González finalizando su argumentación con un tono resignado: «No merece la pena». Pues no. Ni siquiera para quien lo promueve. Constará en los archivos como uno de los más tristes episodios del país.

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