A modo de alegato
Análisis ·
El grave deterioro que está sufriendo la política de nuestro país es inseparable de la calidad humana y la competencia profesional de quienes la manejanAnálisis ·
El grave deterioro que está sufriendo la política de nuestro país es inseparable de la calidad humana y la competencia profesional de quienes la manejanEl deterioro de la política está escalando en el país a cotas alarmantes. La prueba más reciente y convincente, por cuanto que afecta a los más íntimos sentimientos de la ciudadanía, se dio el pasado lunes día 11 con motivo de la conmemoración, en su ... vigésimo aniversario, de los atentados en los trenes que se dirigían a la estación de Atocha. Como si se hubiera congelado el tiempo, las víctimas, auténticas protagonistas, se quedaron otra vez arrinconadas en el más doloroso olvido, mientras la política se divertía reproduciendo, con la ayuda de gran parte de la prensa, el encarnizado enfrentamiento entre partidos que se apropió de los días posteriores a la tragedia. Como si los veinte años transcurridos no hubieran sido bastantes para calmar ánimos, olvidar mezquindades, dejar de lado torpezas y recuperar la unidad quebrada. Sólo habían servido para ahondar aún más y extender a todos los ámbitos de su actividad el espíritu de ruptura y exclusión que se instaló en la política con la decidida voluntad, por lo visto, de perpetuarse como seña permanente de su identidad.
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Nada ocurre, sin embargo, en la vida ciudadana que justifique el grado de animosidad y crispación, de encanallamiento y odio, entre los agentes políticos que hoy se ha hecho irrespirable. Pese a los problemas que arrastra y los afanes que la inquietan, la ciudadanía no acusa una alarma especial que la haga pensar que esté atravesando un momento particularmente grave de su vida individual o de su convivencia. Ni siquiera los asuntos estrictamente políticos que afectan a la vida pública, como la amnistía a los condenados o inculpados por el 'procés' o el rebrote de la corrupción, serían causa suficiente del continuo y descarnado encarnizamiento que está protagonizando la política en los últimos tiempos. Lo que sí ocurre, y en ello radica el problema, es que, si algo se ha erigido en rasgo característico de la práctica política, es precisamente su alejamiento del sentir ciudadano y su ensimismamiento en lo que es su único objetivo y que con acierto se expresa en el término 'poder'. Desentendida de toda idea de 'servicio', como ineludible compensación de aquél e inexcusable responsabilidad propia, la política que se ejerce en el país se ha hecho autista y autorreferencial, volcada únicamente en hacer de sí misma y de su supervivencia el supremo objetivo de su ejercicio. Vive, en consecuencia, por sí y para sí, sirviéndose del ciudadano como si éste le tocara ejercer un rol meramente instrumental.
Basta con sentarse un día frente al televisor y contemplar el espectáculo que diputados y senadores representan en la sede de la soberanía popular para darse cuenta de la verdad de tan cruel aseveración y la gravedad que esta deriva está adquiriendo. Ambas cámaras, abandonada su función de deliberación y de debate, de propuesta y de control, se han entregado a la de un gamberrismo o hooliganismo adolescente que sólo sabe expresarse en la adoración servil al líder endiosado y el abucheo borreguil al despreciado enemigo. Las razones que un bando esgrime para avalar su postura le sirven al otro de argumentos para impugnarla y defender la propia, porque ambos comparten, no la búsqueda de alternativas, sino idéntico objetivo de mantenerse en el poder o arrebatárselo al contrario. Daría vergüenza, si no diera espanto, el comportamiento de manada que los electos han adoptado por costumbre.
Pero si malo es esto, queda aún lo peor. Y ello es que sólo una improbable sacudida drástica podría poner remedio al corrosivo mal que tal estado de cosas contagia y difunde. Y es que no cabe entender el deterioro que la política sufre sin introducir en la ecuación la incómoda incógnita de la calidad humana y la profesionalidad de quienes la gestionan. No habría, en efecto, tanto improperio e insulto, ni tanto se abusaría de la mentira y el engaño, si menos abundaran, entre quienes intervienen en el foro, la mediocridad humana y la incompetencia profesional. Pero, por decirlo todo, algo tenemos que ver también nosotros, electores, en ello. Desentendernos sería, pues, cobardía, aunque acertar resulta empresa de difícil concreción. Para comenzar, podríamos comprometernos a denunciar conductas en lugar de comprenderlas y consentirlas, defender lo que debe ser en vez de resignarnos a la inevitabilidad de lo que es -siguiendo la consigna unamuniana de llamar a quien miente mentiroso, ladrón a quien roba y a quien dice tonterías estúpido- y quizá así habríamos dado un modesto, pero eficaz, paso hacia el cambio. Aunque, a veces, para cambiar las cosas, hay que cambiar primero a quienes las manejan. Pero ya empieza a oler a quemado.
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