![Metáfora profética](https://s3.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/2023/02/12/pablo-iglesias-pedro-sanchez-k0oH-U1906061281552ED-1200x840@El%20Correo.jpg)
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Fue el añorado Alfredo Pérez Rubalcaba, hombre de sólidas ideas y político de larga mirada, quien, antes aún de que naciera, puso a lo que pronto llegaría a ser el conglomerado de partidos que hoy dan forma o apoyo al actual Gobierno el calificativo de ' ... investidura Frankenstein'. La denominación era tan certera y pertinente, que políticos y medios, junto con la opinión pública general, no tardaron en adoptarla como sobrenombre del Ejecutivo que hoy gobierna. Sirva esta evocación de póstumo y debido tributo a quien tanto se echa a faltar en la depauperada escena en que se desarrolla hoy el espectáculo político.
El éxito de la metáfora reside en su impactante exactitud descriptiva. Nada define mejor el aglomerado de partidos que hoy se reúnen, con escasa afinidad, en torno al Gobierno que el monstruo al que dio vida Víctor Frankenstein a partir de fragmentos cadavéricos reunidos al azar. Pero, siendo esta asociación tan evidente y razón de su éxito, no agota todo el sentido que la metáfora conlleva. De hecho, tan fuerte es su primer impacto, que invita a detenerse en él en vez de estimular a trascenderlo en busca de otras connotaciones, más relevantes, a las que la metáfora también apunta. Y es que, más allá de a la heterogeneidad de las piezas que la integran, la criatura de Frankenstein remite, además, a otras características que comparte con la coalición gubernamental y que Alfredo Pérez Rubalcaba no pudo no tener en mente cuando la bautizó. Me arriesgaré a interpretarle.
Dos notas son esenciales en la creación del monstruo que Mary Shelley describió en su novela: la desmesura y el descontrol. La dación de vida al monstruo supone, en efecto, un acto de insolente soberbia –de 'hybris', por usar el término de la tragedia griega– por parte de quien osó traspasar los límites que separan los espacios de lo divino y lo humano. Es, en el sentido literal del vocablo, un 'contradiós'. El propio doctor Frankenstein, consciente y arrepentido de su acción, se niega a repetirla, cuando su criatura le pide que dé vida a otra para que le acompañe, como Eva a Adán en el Génesis o Enkidu a Gilgamesh en el mito sumerio. La reacción del creador es el horror y la huida, la muerte, al fin, tras constatar los nefastos efectos de su soberbia. Y, junto a la desmesura, el descontrol. La criatura, rechazada por una sociedad que ni la reconoce ni la acepta, sola, pues, y abandonada, se revuelve contra su creador y, empujada por una ira asesina, arremete contra todo lo que a aquél le es más querido, persiguiéndolo hasta desaparecer en la niebla de los confines del mundo.
Volviendo, ahora, al principio, me pregunto si quien fuera tan perspicaz al definir lo que estaba a punto de alumbrarse no previó también el descalabro que ahora amenaza con sufrir lo que entonces llamó 'investidura Frankenstein'. Porque, también en el Gobierno que resultó, las consecuencias que habrían de arrastrar la desmesura y el descontrol eran previsibles. La desmesura, porque, desafiando las convenciones de orden programático, ideológico y constitucional, se quiso conformar una variopinta coalición de intereses que, en vez de a una ordenada y previsible gobernación, estaba abocada desde su nacimiento a un permanente intercambio de favores que, satisfactorio para los implicados, sólo desorientaría y escandalizaría a quienes tuvieran que sufrirlo con estupor. Y descontrol, porque, vista la imposibilidad de satisfacer tantos y tan diversos intereses, podía haberse previsto que surgieran descontentos y rencores que, como los que hoy estamos viendo, acabarían convirtiéndose en distanciamiento o feroz confrontación entre los socios de la otrora feliz coalición. La desmesura y el descontrol eran, pues, el preludio predecible de la descomposición.
Así, lo que fue en un principio entusiasmo y motivo de orgullo está siendo, en este final de legislatura, desánimo y aflicción. Llegada la hora de las prisas por cobrar las deudas, surgen reclamaciones que, largo tiempo mantenidas en sordina, sólo pueden satisfacerse ahora si se reclaman en alto y con estrépito, a dentelladas, incluso, si preciso fuere, entre quienes un día no lejano se llamaron compañeros de un mismo proyecto. Estoy seguro de que también Rubalcaba se preguntaría, cuando acuñó su metáfora, si quienes fueran a llevarla a la práctica no se arrepentirían un día de su desmesura, como lo hiciera el doctor suizo al ver el desastre que la decisión de dar vida a su criatura había provocado. Sin duda que lo hizo.
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