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Pocos casos de devastación hemos vivido quienes aún habitamos el país como el reciente de Valencia. En todos ellos, la duración de la conmoción y ... el dolor ha sido breve. Tras unos primeros momentos de estupor, nos apresuramos a pasar de la elegía a la diatriba, del espanto a la rabia y de la solidaridad a la búsqueda de culpables. No aguantamos por mucho tiempo el sufrimiento ni la compasión sin buscar en quien descargarlos transformados en acusaciones e improperios. Nos ocurrió también con la masacre de Atocha. En ambos casos, las culpas de los causantes directos -la naturaleza o la barbarie- las transferimos a quienes, según preferencias, decidimos declarar cómplices o asesinos.
Esta precipitada transferencia de culpas olvida, en este caso concreto de Valencia, las responsabilidades que a todos nos corresponden. La primera de todas, la despreocupación con que vivimos la relación con la naturaleza, como si nuestros hábitos de vida no tuvieran nada que ver con su comportamiento. No pensamos que con ella formamos una familiar unidad de convivencia, en la que las acciones y las reacciones son recíprocas y discurren en ambos sentidos. No tenemos en cuenta que ni la naturaleza es inmune a nuestro modo de vida ni nosotros podemos organizarlo como si ella no impusiera sus normas. Dónde elegimos vivir, cómo construimos y ordenamos el territorio no pueden ser hoy, con lo que la ciencia sabe y enseña, preguntas que no sepamos contestar. No cabe, pues, sacudirse toda responsabilidad en lo que ocurre y cargarla entera sobre los hombros de una naturaleza que creemos imperturbable. Ni tampoco asentarnos en cualesquiera lugares como si la ubicación no contara entre las causas de la tragedia. Pasar esta página del libro, sin haberla leído y aprendido, nos condena a repetir la catástrofe cada vez que volvamos a sobrecargar a la naturaleza de una tensión que, al resultarle insoportable, la hace explotar con la ferocidad de estos días. Seamos conscientes de ello.
Nada de esto excluye, por supuesto, que las responsabilidades comunes deban luego distribuirse por grados, ya que no a todos nos corresponde el mismo y sería injusto mancomunarlos. Pocas dudas caben, a este respecto, de que la tardanza en su primera reacción y la torpeza en su posterior actuación otorgan al presidente de la Comunidad Valenciana el más grave de todos. Se recluyó en su camarote y no acudió al puente de mando cuando el temporal más arreciaba. Imperdonable. No cabe tampoco dudar de que esa suprema responsabilidad no libra de la suya propia a quien miró hacia otro lado y, desatendiendo su deber de asistencia, demoró su ayuda, del todo imprescindible, a la espera quién sabe si de saborear el fracaso del rival. Frente a estos casos, la imprudencia de quienes no atendieron las alarmas queda excusada por su desesperación y miedo a ver enterrado su pasado de trabajo y recuerdos. Pero lo que en ningún caso resulta aceptable es que la inculpación del otro no vaya precedida de la asunción de la culpa propia y menos aún que la negativa a asumirla suponga, como es el caso, la exportación de las vergüenzas del país al escenario europeo.
A eso estamos asistiendo en los últimos días sin que aún pueda preverse el desenlace del enconamiento de odios, orgullos y resentimientos que estamos presenciando. No deberían haber llegado las cosas a este insensato pulso entre los líderes de los dos grandes partidos del país en torno a la candidatura de la ministra Ribera a la primera vicepresidencia de la Comisión de la UE. Pero, llegadas las cosas a ese punto, tampoco puede excluirse que la retirada de la candidatura acabe siendo el menos malo de los arreglos que se decida. Después de todo, no es ni caprichosa ni arbitraria la negativa del PP a apoyarla, sino, más bien, fundada en la injustificada dejación de funciones, el prolongado absentismo y el ominoso silencio por los que la candidata española optó para mejor defender sus ambiciones. Así, pues, Mazón o Ribera se ha convertido para la Comisión en dilema ineludible. Y no es ajeno a la praxis política europea el abuso de este tipo de trueques para resolver, sin demasiados miramientos, los conflictos que se le plantean. Frente al populista 'el pueblo salva al pueblo', tan cargado de antipolítica, prefiere optar, con mejor criterio, por que sea precisamente la política la que salve a la política. Entre Ursula y Manfred queda, pues, el litigio. ¡Menudo despropósito! No es serio que se deje a la Unión, con los tiempos que corren, empantanada en trifulcas vecinales que ni le van ni le vienen.
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