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Quien, en otras elecciones, se haya debatido en angustiosas dudas a la hora de introducir la papeleta en la urna, enfrentado a la variada multitud de candidaturas que se le ofrecían, agradecerá que, en éstas, el esfuerzo de poda que han hecho los partidos le ... haya facilitado la elección. El 23-J sólo tendrá que enfrentarse, fuera de las siempre peculiares Euskadi y Cataluña, a la sencilla disyuntiva de elegir, sin tener que devanarse los sesos, no entre una ensalada de siglas, sino entre dos únicas opciones claramente contrapuestas: izquierda o derecha, progresía o reacción, avance o retroceso, futuro o pasado. Es el efecto benéfico de la polarización y el bibloquismo que se han instalado en la política del país durante los últimos años. De un lado, el de la progresía, todo aquel aglomerado que dividía más que unía a las fuerzas a la izquierda del PSOE ha quedado engullido en el huero receptáculo de Movimiento Sumar. Del otro, el de la reacción, la disolución de Ciudadanos ha dejado el campo libre de todo obstáculo para que PP y Vox la representen en armonioso entendimiento.
Desde otro punto de vista, y éste es el gran inconveniente, el pluralismo social ha quedado laminado en aras de la eficacia electoral. Tamaño sacrificio no sale gratis. Aparte del efecto inmediato que causa al inhibir del voto a una parte de las militancias por la repugnancia que siente a verse condenada a hacer de compañera de quienes, en el fondo, detesta, se produce el otro de augurar, a largo plazo, un futuro de inestabilidad, cuando, celebrados los pactos de gobierno, las peculiaridades e intereses particulares se trastoquen en abiertas discrepancias. De hecho, olvidadas las que se han puesto de manifiesto en la legislatura que acaba de terminar, han asomado ya otras, con no poca virulencia, en esta que aún está por estrenar. Sirva de muestra la desazón de Podemos por la exclusión de unos candidatos que, para ellos, son de gran valía y estima o, del otro lado, los problemas que están aflorado en las negociaciones del PP con Vox, apresuradas y entreguistas en Valencia, reticentes en Murcia y esquivas en Cantabria. La indisciplina y el sálvese quien pueda son preludio de descomposición.
Pero no anticipemos acontecimientos. Si nos detenemos en los más cercanos, la campaña electoral que se avecina –o en que nos encontramos ya inmersos de lleno– no va a salir indemne de la situación creada por esta insoportable polarización. Lo lógico habría sido, y en ello siguen empeñados los más lúcidos, que los partidos del Gobierno hubieran impuesto su agenda y tirado de los aciertos que han tenido en áreas como la económica o la social, además de en el avance de importantes derechos civiles. Tal opción habría descolocado a una oposición que da muestras de encontrarse incómoda en esos asuntos y de preferir, en cambio, una confrontación centrada en la crítica a los expeditivos y sectarios modales de este Ejecutivo o en descalificaciones de carácter personal de su máximo representante. El desarrollo del eslogan «Nadia frente a nadie», de un lado, o la insistencia en la «derogación del sanchismo», del otro, se presentaban como las dos alternativas de campaña. La deriva de la situación hacia un descarnado bibloquismo, sumada a la inclinación de muchos de los intervinientes hacia lo más fácil y efectista, obliga, en cambio, a pensar en un enfrentamiento basado, no en propuestas opuestas, sino en la incitación al odio y al miedo del contrario. El objetivo es quitárselo de en medio, aunque para ello haya que recurrir a hiperbólicos eslóganes como los de «no pasarán» o «democracia contra fascismo», respondidos, como no podría ser menos, por otros centrados en las denostadas alianzas con golpistas y filoetarras. A ello estamos condenados.
A nadie extrañará que, llegados a este punto, haya quien se ponga nostálgico y caiga en la añoranza de tiempos, raros, por cierto, en el país, en los que todavía podía encontrar algún partido refugio, que, fuera cual fuere su ideología, le servía de colchón que amortiguaba el choque entre los dos bloques enfrentados. Pero, de ésos, no queda ya ninguno en España y apenas un par en Europa. Y nadie, por supuesto, que se haga cargo de la deriva que ha traído la política al lamentable estado en que se halla y en el que, quien decida hacerlo, se verá obligado a votar, no por los suyos –si acaso los reconoce–, sino en contra del otro. No ha sido la naturaleza de las cosas la culpable.
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