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Pues no, estimado lector, por mucho que parezca, no es que haya empezado la campaña electoral. Ésa es sólo la engañosa impresión que a usted le ha causado el nerviosismo en que se agitan los partidos a raíz de las incertidumbres que amenazan su futuro. ... Tensos e inquietos, piafan como potros en los cajones a la espera de que suene la campana que dé inicio a la carrera. Y es que, tras esta legislatura de inestable estabilidad y plagada de sobresaltos por nunca cumplidas rupturas, los comicios se presentan, no como el preludio de una normal alternancia en el poder, sino como si en ellos se dirimiera un vuelco sistémico en el que todo pudiera derrumbarse y sus protagonistas se jugaran la propia supervivencia. Tal ha sido la sensación de innovación cuasi-revolucionaria que ha querido instaurarse en la opinión pública a lo largo de estos cuatro años, en un intento de enfrentar dos modelos de país que serían irreconciliables y cuyo fracaso, en uno u otro caso, adquiriría la categoría de catástrofe.
Pero no, aunque parezca lo contrario, nos enfrentamos a la normal secuencia de elecciones municipales, autonómicas y forales, de un lado, y legislativas, de otro, que sólo el nerviosismo y el interés de los grandes partidos están tratando de mezclar en un revuelto en que temas y actores se confunden. No cabe duda de que a aumentar la confusión ha ayudado la cercanía entre ambos tipos de elección, el primero a la vuelta de la esquina y el segundo antes de fin de año. Ha sido, con todo, el furor electoral que ha prendido en el entorno del Gobierno, junto al ajetreo que la honda reestructuración de candidaturas lleva tiempo provocando en su seno, lo que más ha contribuido a crear la sensación de encontrarnos ante una campaña de transcendentales consecuencias y a trastocar los diferentes niveles en que aquella habría de desarrollarse.
Gobierno y oposición –simplifico, con esta contraposición, para referirme a los dos grandes partidos que los representan– han optado por tomar los inminentes comicios de carácter local como un ensayo general con miras a los que de verdad les importan en esta coyuntura tan polarizada y que no son otros que aquellos en los que sus líderes se juegan mucho más que su prestigio. Con ello, aparte de la desfiguración del sistema, se producen otros dos efectos particulares. En primer lugar, los comicios de ámbito local pierden gran parte del pragmatismo que los caracteriza y quedan, en cambio, expuestos a la confrontación ideológica más propia de las elecciones generales. De otro lado, como consecuencia de lo anterior, la confrontación se sitúa en un terreno que, por tradición histórica y por la coyuntura crítica que atravesamos, más conviene al partido que hoy gobierna. De resultas, el partido que lidera la oposición se ve arrastrado a debates que le son incómodos y en los que sus posiciones clásicas van a contracorriente de lo que se ha convertido en el relato políticamente correcto, mostrándose incapaz de imponer la agenda que más le interesa. Y es que, vistas las circunstancias que tan recientemente hemos vivido, basta pronunciar términos como «neoliberalismo» para hacer temblar a quien los escuche. Y a muletillas tópicas de ese tipo se reduce hoy, por cierto, lo que tan pomposamente presume de titularse debate ideológico.
Hasta ahora, los temas que los partidos del Gobierno han sacado a la palestra han tenido la virtud de incorporar al debate los asuntos que más pueden exponerse a un tratamiento de este cariz. Frente a los aspectos de orden práctico que también quepa incorporar, los de carácter ideológico tienden a imponerse. Vivienda, sequía, cambio climático y hasta Doñana son, a este respecto, términos con la suficiente carga ideológica como para hacerse intratables, ante la opinión pública, con razonamientos que, por su carácter puramente pragmático, se considerarían en exceso pedestres. Hasta las impugnaciones territoriales sucumben frente al poder de la ideología. Prima en los citados asuntos lo simbólico, lo emblemático o lo emocional sobre cualquier otra consideración de eficacia u orden práctico. El riesgo está, del otro lado, en la saturación y la sensación de lejanía que el debate ideológico prolongado puede producir en una ciudadanía tan harta de palabras como ansiosa de resultados. El tiempo dirá, por tanto, si, en el desenlace electoral, primará el espíritu de los comicios locales o el de los generales. Las cosas o las ideas, lo pragmático o lo dogmático. Por simplificar.
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