No pueden ser estas líneas un perfil político al uso del lehendakari José Antonio Ardanza. Mi estrecha y prolongada cercanía con el hombre que habitaba detrás y más allá del cargo me descalifica para el cometido de proceder de la manera desapasionada que tal perfil ... requiere. Por otra parte, la alternativa de afrontar este breve recuerdo desde la perspectiva humana, con el riesgo de caer, como sería inevitable en mi caso, en una descarada alabanza de homenaje, se me hace incómoda por intrusiva en terrenos que casi rozarían el límite de la intimidad. Pese a ello, los más de doce intensos años de contacto y conversación ininterrumpidos, sin miramiento de horas del día ni de días de la semana, hacen difícil para mí, si no imposible, separar ambos aspectos. A ello me obliga además la circunstancia que me apremia a escribir en unos momentos de enorme tristeza estas líneas que nunca creí que tendría que redactar.
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Pero, bien pensado, quizá o, mejor, sin duda sea esta inextricable mezcla de aspectos, el humano y el profesional, lo que caracterice la personalidad del para mí siempre lehendakari. Y es que no haber dejado de ser en el político el hombre que hace política define mejor que cualquier otra cosa a la persona que yo conocí. Quién sabe si no fueron las complicadas circunstancias en que se vio obligado a asumir la nunca ambicionada dignidad de lehendakari lo que marcó un talante que nunca abandonaría a lo largo del ejercicio del cargo.
Su bonhomía natural, su sencillez y cercanía, se trasladaron a su quehacer político y definieron un modo de estar y de hacer que bien podría servir de ejemplo en estos tiempos confusos. Demócrata antes que nacionalista, como gustaba de decir a imitación de su admirado antecesor y tocayo José Antonio Agirre, puso su moderado y sereno modo de ser y de entender la vida humana al servicio del entendimiento y el acuerdo tanto entre los agentes políticos como entre los miembros de una sociedad que siempre quiso mantener cohesionada en unos tiempos en que el enfrentamiento más cruel casi forzaba a ambos, políticos y ciudadanos, a una confrontación destructiva.
El tándem que formó con el vicelehendakari, Ramón Jauregi, dio serenidad y estabilidad a la política y sirvió de guía para las alianzas que habrían de seguir y fue ejemplo de cohesión de la pluralidad del país.
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No es, en este sentido, sorprendente que la etapa en que le tocó liderar la política del país estuviera jalonada de importantes acuerdos. Sin duda, el de Ajuria Enea es el más conocido y recordado por haber reconducido al consenso la profunda división que creaba en la política y en la sociedad el ataque de un terrorismo con tremenda capacidad disruptiva. Sin nunca haberse atribuido él a sí mismo el mérito de su logro, por su valentía en proponerlo y promoverlo ha sido asociado por los demás a su persona.
No me cabe duda de que, en las declaraciones que se producirán estos días, su recuerdo y reconocimiento será el más repetido. A él le habría gustado y lo tenía bien merecido. Pero, si éste es el más relevante hito por el que será recordado, nadie debería olvidar que no fue sino la muestra de un talante que permeó toda su trayectoria política y se difundió por toda una sociedad ansiosa de seguridad y tranquilidad en tiempos revueltos. Era uno más entre ellos que les inspiraba confianza.
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Sirvan estas breves y sentidas líneas de reconocido recuerdo a aquel lehendakari con quien tanto hablé y tantas cosas compartí. Y sirvan, en no menor medida, de consuelo y ánimo a quienes más le han querido: Mari Glori, Nagore y Aitor.
Goian bego guztiona izan nahi zuen lehendakaria!
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