El 8-M de 2018 quedó para la historia como el referente de la lucha del feminismo por la igualdad. Fue como una erupción volcánica que hizo surgir de sus oscuras entrañas el magma de rabia y resentimiento que la opresión y la violencia milenarias ... habían generado en el corazón de la mujer. Causó en todos nosotros, o en casi todos, admiración. Era una causa noble y justa, que merecía respeto y empatía, apoyo y adhesión. El feminismo se sumó definitivamente con ella a los grandes movimientos de la humanidad como la lucha obrera o el antirracismo. La causa rezumaba dignidad. Vinieron luego los años de restricciones por la covid y hubimos de esperar cinco años para saber si, a la vuelta, la movilización habría mantenido su pujanza. El miércoles pudimos constatarlo.
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Las movilizaciones fueron, en efecto, multitudinarias y unitarias en la mayoría de las capitales, aunque no llegaran a alcanzar la magnitud de 2018. Se observaron, con todo, fallos, tanto en número como de desunión, en otras pocas, pero destacadas, y, de modo muy especial, en la de Madrid. No se precisa ser sociólogo para concluir que la merma obedeció a la confusión y el desánimo que los partidos de la izquierda y, más en concreto, los socios gubernamentales se empeñaron en alentar con sus inoportunos enfrentamientos. El lenguaje hostil e insultante que entre ellos se cruzaron la víspera, a propósito de la toma en consideración de la proposición para enmendar las disfunciones punitivas de la ley del «sí es sí», sirvió de freno a la movilización y de estímulo a la defección. No fue casual. Formaba parte de la estrategia orquestada, sobre todo, por UP, que pretendió usar la causa feminista como aliada en su particular batalla electoral. Era, en efecto, ridículo que no se aceptara que la proposición socialista constituía el instrumento más idóneo para frenar, con dignidad y eficacia, los indeseados efectos punitivos de la ley. De «infantil soberbia» se tachó la actitud. De deliberado boicoteo, habría sido mejor calificarla, puesto que la mentira y el eslogan –«vuelta a la ley de la manada»– fueron la única arma esgrimida.
Pero la confusión y el desánimo venían de lejos. Temas que no estaban aún maduros en el debate académico e intelectual y que no pertenecen en sentido estricto y exclusivo al núcleo del feminismo, como la interacción entre sexo y género, la determinación biológica frente a la autodeterminación personal, el ser natural y el querer-ser social, y otros de similar naturaleza, entraron de lleno en el feminismo de la mano de agentes externos, confundiéndolo y dividiéndolo. Se crearon, por de pronto, grupos y subgrupos que compiten por la ortodoxia y la hegemonía del movimiento, arrogándose la vanguardia del progreso y relegando al rival a lo rancio o desviado. El hecho es que los grandes factores aglutinadores se han visto desplazados por otros menores que alienan, disgregan y, precisamente por la inseguridad intelectual que los rodea, se expresan con más rabiosa virulencia que auténtica convicción. No es un fenómeno raro en los movimientos sociales. En la cristiandad del siglo XVI, de la banalidad teológica de las indulgencias se pasó, en pocos años, a la total fractura por el asunto fundamental de la salvación por las obras o la fe. Cuatro siglos dura el desencuentro.
No son los arriba citados, por relevantes que sean para hombres y mujeres, los asuntos y las preocupaciones que han hecho del feminismo un movimiento vigoroso, capaz de integrar a muy amplias y diversas mayorías de mujeres y atraer a quienes, aun no siendo parte del grupo, resultan imprescindibles para su progreso: los hombres. El cuidado de las minorías que chocan con obstáculos a la hora de integrarse en la comunidad y cuyos derechos se ven minusvalorados y conculcados, como, por ejemplo, los llamados 'trans', es asunto que a todos incumbe y forma, por tanto, parte de la común tarea humana. La fortaleza del feminismo seguirá pasando, en cambio, por promover los derechos que a la mujer le son propios y que, además de no alienar a posibles colaboradores, tienen la fuerza de integrar y movilizar a quienes forman el movimiento. Me refiero, como es obvio, a la defensa del derecho a la efectiva igualdad de oportunidades en todos los ámbitos y al liderazgo en la lucha contra la violencia machista. Será éste, además, el modo en que la diferencia de géneros no acabe partiendo en dos aquel que a todas y todos nos reúne: el género humano, sólo desde cuya unidad seremos capaces de ganar todas las batallas.
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