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De las regiones llamadas periféricas, Galicia es a la que mejor cuadra el calificativo. En ella, al dato geográfico se le suman características antropológicas que hacen de la excentricidad singularidad. No sería preciso enumerarlas, pues son de todos conocidas, pero, a efectos de este artículo, ... destacaré la templanza, el escepticismo, la recelosa suspicacia, la retranca y, sobre todas, la consciencia de su diferenciada personalidad. A los gallegos no hay que recordarles que lo son, porque ya se sienten ellos seguros de serlo sin alardes ni alharacas. Comportarse como son no es en ellos, como en otros, exhibicionismo, sino pura naturalidad sin disimulo ni ostentación. En tal sentido, para quienes la miramos desde fuera, Galicia es, como para Lorca Córdoba: «lejana y sola». Y así se saben los que en Galicia habitan.
Por eso, durante estas interminables precampaña y campaña electorales, los gallegos se habrán sentido asombrados y abrumados, más que halagados, por la súbita atención que, desde toda la geografía española, se les ha prestado, hasta haber dejado de ser por unos momentos periferia para hacerse el centro. Pero, siendo como son, en lugar de habérseles subido los humos a la cabeza, el asombro se les habrá tornado desconfiado recelo. Habrán sido conscientes en todo momento de que no han sido Galicia y sus anhelos los que han entrado en España, sino España e intereses los que se han entrometido en Galicia, trayéndose consigo un batiburrillo de inquietudes y preocupaciones que más habla de lo que desea quien los propaga que de lo que precisa quien los escucha. Resulta así arriesgado aventurar, en este día en que los gallegos están llamados a las urnas, cómo afectará en su opción la atosigante intromisión que ha alterado el sosegado discurrir de sus casas y sus cosas.
Les pudo parecer en aquel primer momento de la precampaña, cuando la invasión de los pellets en sus playas, que aquella excitación nacional era alarma sincera y auténtica solidaridad, un nuevo y sentido grito de «salvemos Galicia» como el que se escuchó durante el desastre del Prestige. Pero una sola imagen les bastó para caer en la cuenta de cuánto de vacía gesticulación contenía ese movimiento político, mediático y social que se formó. Esa imagen fue la foto en que la vicepresidenta Yolanda Díaz, escoltada por una mínima cohorte de fieles, se exhibió en la playa con un diminuto colador de cocina en el que había logrado recoger un puñado de bolitas. Seguro que alguien recordó la leyenda del niño que, ante un asombrado san Agustín, pretendía vaciar el mar trasegando, concha a concha, la inmensidad de sus aguas al agujerito que había cavado en la arena. Allí quedó sepultado el desgraciado incidente que, tras amagar con convertirse en palanca electoral, cayó en un sonrojante olvido, hasta que nunca más nadie volvió a mencionarlo en campaña.
Un enorme contraste se produjo, tras el traspiés, al comenzar la campaña. Mientras los agricultores, ganaderos y gente de la mar daban ejemplo de cívica contención, apartándose del movimiento general de sus colegas españoles y aplazando sus justas protestas hasta después de los comicios, para no perturbar el proceso electoral, las direcciones de los partidos estatales se entregaron a una lucha sin cuartel entre sí, abandonando los asuntos que más agobian a los gallegos. Dejaron así claro que la cosa iba de ellos y no de Galicia, y que era su propio liderazgo en España, y no el Gobierno de Galicia, lo que se dirimía en estos comicios. Y, despreciando los afanes que ocupan y preocupan al pueblo gallego, hicieron de la tierra que éste habita escenario de sus cuitas y rivalidades, expresadas además éstas en el infame lenguaje de mentiras, manipulaciones e insultos que acostumbran a emplear en España.
La respuesta que los gallegos están hoy invitados a depositar en las urnas desvelará, por fin, a quién habrán escuchado en esta larga y desconcertante campaña, si a quien les ha susurrado al oído sus propuestas, desde esa cercanía que no precisa gritar para ser oída y entendida, o a quien les ha ensordecido con sus gritos sobre rencillas alejadas de sus preocupaciones cotidianas y ajenas a sus diarios intereses. Decidirán, en fin, si el futuro político de Sánchez, Feijóo o Díaz les preocupa más que los problemas y conflictos que habrán de dirimirse en el modesto día a día de la gobernación de su país. Quizá alguno, como Lorca en su cabalgada hacia Córdoba, tendrá que decirse a sí mismo y a quien quiera escucharle que: «Aunque sepa los caminos, yo nunca llegaré a Galicia», siempre tan «lejana y sola».
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