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Si una competición deportiva fuera, la inacabada secuencia de enmiendas para «mejorar» la proposición de ley de amnistía sería un slalom gigante en que el esquiador trata de burlar, en vertiginoso zigzagueo, los obstáculos que se le interponen antes de llegar -si no se estrella- ... a la meta. A su vez, la negociación entre socialistas y secesionistas se parecería a una sokatira en la que un equipo de forzudos arrastra, tirón a tirón, al más débil hasta lograr que el pañuelo atado a la soga rebase la raya trazada en el suelo y los vencidos cedan agotados por el esfuerzo. Pero valga esto sólo de metáfora, porque, como comparación, sería impertinente. En esos casos se libra, en efecto, algo tan serio como un duelo de poderes por el que Política y Justicia miden fuerzas en el estadio democrático. Ya el lenguaje que se emplea -blindar, bloquear, burlar- indica por sí solo lo que está en juego: enervar la una el vigor de la otra.
En el duelo, la proposición de ley no es un hecho aislado. Se trata de un episodio, el más alarmante, en la obra de tensiones que vienen representando de tiempo atrás ambos poderes y que se ha hecho dramática en las dos últimas legislaturas. Siempre ha sido tensa la relación entre Justicia y Política, al tratarse de una lucha entre controles recíprocos. Pero la tensión se ha exacerbado hasta llegar a extremos de los que la proposición de ley no es más que el más reciente. En ella se han desvelado recelos que habían tratado de ocultarse por temor a tensar en exceso la cuerda y exponerse quien lo haga a público reproche. Pero, más allá del último episodio, la tensa relación había puesto ya de manifiesto los riesgos que conlleva para la conllevancia entre los dos poderes del Estado. La normalización del término 'lawfare' en la conversación pública marca un hito en el camino recorrido. Pero, al hacer referencia a uno solo de los sentidos en que la tensión se ejerce -el que va de la Justicia a la Política-, resultará conveniente analizar también la que corre en el sentido contrario.
Y, mirando las cosas desde el otro lado, destaca la impávida indiferencia con que la Política asume los controles que sobre ella trata de ejercer la Justicia. Escucha las resoluciones que ésta le dirige como quien oye llover y ni se inmuta por sacar de ellas las conclusiones pertinentes. Sea «la desviación de poder» a la hora de proceder a nombramientos, la arbitrariedad en decretar ceses, la condena de la repatriación de menores en la frontera de Ceuta o el reproche por las matanzas en la valla de Melilla, el responsable político por cada caso aludido no se siente llamado a adoptar decisión alguna que no sea la de contratacar, como acostumbra a hacer el ministro del Interior, cantando loas al proceder que la Justicia condena. ¡Qué fue de aquel hoy denostado exministro socialista que, por lealtad al compromiso adquirido, dimitió a causa de la ilegalización de «la patada en la puerta»! ¡Qué fue de tanto candor! En cambio, estos oídos sordos y encogimientos de hombros de ministros ante los pronunciamientos judiciales, acompañados del desabrido engreimiento de una vicepresidenta que se atreve a señalar a un juez por su supuesto interés político en la instrucción sobre temas que afectan a su Gobierno o de la tentativa de supervisar actos judiciales a través de comisiones parlamentarias, son otros tantos comportamientos que se han «normalizado» en la relación entre Política y Justicia y han enrarecido de modo alarmante la relación que debe darse entre ellas.
Nada cabe, por supuesto, esperar de una oposición que, lejos de evitarlos, incurre en los mismos desmanes que el Gobierno. Es vicio común y compartido. Así, el último y más infamante exabrupto de llamar «cáncer de la democracia» al TC, pese a haber sido de inmediato corregido, no es sino la confirmación de que la boca habla de lo que el corazón rebosa. Ninguna sinceridad cabe esperar de la crítica de quienes, por idéntico interés político que denuncian, se resisten, con escandalosa contumacia, a renovar el caduco órgano de gobierno de los jueces, cuya descomposición acabará asfixiando a todo el sistema con el repugnante hedor a corrupción que emana. ¿Hacia dónde, pues, mirar? No, desde luego, hacia esa opinión pública que se expresa, más polarizada que centrada, más alineada que autónoma, en buen número de medios y que parece haber dimitido de su responsabilidad de informar e ilustrar a una sociedad civil que, por su parte, bastante dice tener con «lo suyo». Lloraremos lo que tanto nos costó lograr como tan poco nos habrá durado.
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