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La extravagancia con que actúa el poder público –legislativo, ejecutivo y judicial incluidos– se ha hecho intratable. Tanto yerra el Gobierno al hacer las veces del Parlamento, con su persistente y paraconstitucional abuso del decreto ley, cuanto la Fiscalía General al pretender juzgar a quien ... la juzga. Resulta hasta difícil de saber quién gobierna y quién manda, pues la oposición y el Gobierno intercambian papeles, ejerciendo éste el suyo a las órdenes de aquélla. Pero no queda ahí la cosa. La confusión de las instituciones actúa a modo de agujero negro que traga todo lo que a él se asoma, como bien saben no pocos medios de comunicación, que, en lugar de la suya, se han propuesto ejercer, según su sesgo, funciones de Gobierno u oposición, así como, si se tercia, de fiscales o jueces, atrapados como están en la misma vorágine en que se encuentra sumido el poder público al que sirven de acólitos. Conclusión: «Aquí se miente», como en el café de Casablanca se jugaba para escándalo farisaico del gendarme. Y, embaucados por tanto embuste, no somos capaces de alzar la vista para ver lo que, aunque lejano, más atención merece. Los árboles no dejan ver el bosque.
Y es que hay un espeso bosque ahí fuera en el que es preciso adentrarse. El lunes pasado se nos hizo visible en dos imágenes a cuál más conmovedora. La coincidencia hace a veces más expresivos los acontecimientos. Mientras en Auschwitz se conmemoraba el octogésimo aniversario de la liberación del campo de concentración nazi por el ejército soviético, los medios, además de antiguas imágenes de deportados, en su inmensa mayoría judíos, que se apelotonaban en andenes a la espera del tren que los llevaría al exterminio, reproducían otras nuevas de palestinos que volvían en masa, a lo largo del litoral de Gaza, a los cascotes y escombros de lo que un día fue su hogar en el norte de la Franja. No iban éstos a un exterminio inmediato, pero sí a un desarraigo y una precariedad de final incierto. Distintas las situaciones, idéntica era, sin embargo, la conmoción que causaba la vista del inhumano sufrimiento que ambas imágenes exponían.
Y, embargado por la emoción de lo que contemplaba, no podía uno dejar de estremecerse por el temor de que el recuerdo de lo ocurrido hace hoy ochenta años fuera a la vez predicción de lo que podría ocurrir cualquier otro día de éstos. Para reforzar el temor se dio la coincidencia –otra más– de que ese mismo día el flamante presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, propusiera, como la solución más obvia y normal, «limpiar» Gaza y que el millón y medio de palestinos que acabaría recorriendo su litoral fuera deportado –repartido, dijo– a Egipto y Jordania, convirtiendo así esa Franja inhabitable en un parque temático que diera disfrute al turismo mundial y riqueza a quien lo explotara. A nadie, fuera de los países mencionados, pareció escandalizarle la idea, por haberla tomado quizá por la de un loco. Pero de un loco ávido de poder fue también la de perpetrar, hace ochenta años, la mayor y más trágica deportación que conoce la historia. Y de quién, si no de un loco o un desalmado, sería ahora la de expulsar del país a los latinos que, pese a entrar en él de forma ilegal, en absoluto merecen ser tratados como criminales y delincuentes.
Pensar que la historia no se repite es una idea que, contradiciendo a quien la dijo, se ha demostrado falsa en el devenir de la humanidad. El caso es que, con distintos matices, pero idénticas causas, lleva el hombre milenios tropezando en la misma piedra. La deportación se ha hecho costumbre entre los hombres, si no moda intermitente. Sea el hambre el motivo inmediato, avivado siempre por los ahítos, sea el miedo al 'okupa' o el odio al diferente, sea la comodidad de vivir sólo con 'los nuestros', la deportación o la migración, como preferimos llamarlo para librarnos de culpa, ha estado siempre a la orden del día. ¿Qué, si no deportados, son quienes, empujados por el hambre o la guerra, arriban a las costas canarias y nuestra egoísta, aparte de miope, ansia de confort impide acoger e integrar? No creamos, pues, que la historia no pueda repetirse. Lo hará y, además, como tragedia, no sólo como farsa. Y únicamente he mencionado uno solo de los muchos riesgos que acechan al mundo. Sirva de aviso para, en vez de permanecer embobados, como nos quieren, en nuestras minúsculas miserias domésticas, elevar la vista, mirar el bosque por encima de los árboles y tratar de cruzarlo hasta salir de él, si no indemnes, con el menor daño posible. No son tempos para mayores ilusiones.
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