Al anunciar la retirada de Iñigo Urkullu y la elección de Imanol Pradales como candidato a lehendakari, Andoni Ortuzar apeló al «cambio de ciclo» que el PNV habrá de afrontar por las incertidumbres y retos que se avecinan. Idéntico fue el motivo al que se ... acogió Arnaldo Otegi para justificar su renuncia a la misma candidatura en representación de EH Bildu. Y, en el revuelo que ambos anuncios causaron en los medios, tanto autonómicos como estatales, la expresión que aquellos eligieron para difundirlos y comentar su significado fue también la del «cambio de ciclo». No es raro que tanto el relato político como su reflejo mediático recurran a expresiones grandilocuentes para destacar lo que, muchas veces, no pasa de ser una trivialidad, que, por relevante que sea, no alcanza ni de largo la solemnidad que sugiere la expresión que se elige para designarla. Tal es el caso.

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La propuesta y la renuncia que Ortuzar y Otegi comunicaron, lejos de ser respuesta a un supuesto cambio de ciclo, son opciones oportunas y oportunistas que sus partidos han acordado para sacar el máximo provecho electoral posible. Habría bastado con apelar, en el primer caso, a la edad del candidato propuesto y al desgaste sufrido por el apartado para dar cuenta satisfactoria de la decisión tomada. Si a ello se hubieran añadido razones como preparación académica y experiencia de gestión, los afiliados habrían encontrado motivos bastantes para dar por buena la propuesta. Pero, al añadir la desmesura de que, con ella, se persigue afrontar nada menos que un «cambio de ciclo», sea esto lo que fuere, las razones se convierten en ridícula ocurrencia. Lo mismo cabe decir de la renuncia de Otegi. «Todos conocen mi pasado», dijo, y habría bastado. En este caso, el ciclo cambió además hace más de una década y no se vislumbra otro que esté a punto de inaugurarse.

Los ciclos históricos, así como sus cambios, son cosa demasiado seria como para anunciarlos sin aportar razones que argumenten su advenimiento. Mientras esto no se haga, y en los casos que nos ocupan no se ha hecho, su utilización en el lenguaje político no es sino retórica propaganda. Ganas de darse importancia. Si de ellos se está convencido, ha de decirse al ciudadano en qué consisten y qué consecuencias acarrean. Aunque, quizá, si se le dice, o bien lo asustan en vano, o bien se delatan a sí mismos como incapaces de hacer frente a tamaño fenómeno con un mínimo de solvencia. Más parecería, pues, que el cambio de ciclo que anuncian avecinarse no es sino uno que a ellos les gustaría provocar sin calibrar el alcance de sus consecuencias. Y, en tal caso, se impone hablar claro sobre qué tipo de ciclo se quiere inaugurar, no sea que el silencio o el disimulo agite temores y sospechas no queridos.

Por ello, más que de solemnes ciclos, que, por su circularidad, corren el riesgo de hacernos regresar al punto del que partieron -«el eterno retorno de lo mismo»-, la humildad y la conciencia de las propias limitaciones aconsejan, en política, hablar de modestas etapas. Éstas, lineales y, por definición, limitadas, apuntan siempre a otras más allá de sí mismas hasta llegar -o nunca llegar- a la meta deseada. Así, frente a la solemnidad de los ciclos y sus cambios, las etapas, discretas y medibles, pueden abarcarse y someterse al juicio crítico del ciudadano. La continua mejora de los servicios de salud, la educación que busca el enriquecimiento personal y la inclusión en la sociedad, el desarrollo económico y el justo reparto de la riqueza, la promoción de la convivencia y la seguridad ciudadanas, el acceso universal a una vivienda digna, la igualdad de género y la eliminación de toda violencia machista, el cuidado de los más vulnerables, la habitabilidad de las ciudades, el cuidado del medio ambiente, son todas ellas, y tantas otras, las humildes etapas que va recorriendo la política y de cuyo avance o retroceso ha de dar cuenta al elector. Bien está, sin duda, que se encuadren en un discurso explicativo que revele el propósito que albergan y las intenciones que sus promotores persiguen, pero no que se sustituyan por relatos vacíos que buscan cautivar a incautos y hacerlos rehenes de ensoñaciones particulares. «A las cosas», dijo a quienes tanto gustan de divagar un Ortega y Gasset que no era precisamente de los que huían de hondos discursos que las hicieran transcender de su pedestre cotidianidad. Y es que las cosas, como las palabras, también tienen sentido y sólo se trata de encontrárselo y transmitírselo con sinceridad y claridad al ciudadano. De eso va la política.

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