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Recién legalizado el PNV, el póster de aquella Asamblea, celebrada entre el hotel Amaya y el polideportivo Anaitasuna a finales de marzo de 1977, reproducía un puño cerrado, símbolo de las «cadenas de opresión» que quedaban por romper tras la dictadura. «Fue muy importante porque ... era la primera desde la II República», apunta el catedrático de Historia Contemporánea de la UPV José Luis de la Granja Sainz, que destaca como hitos de aquel cónclave no sólo la renovación generacional y la mirada a Navarra personificadas en la figura del nuevo presidente, Carlos Garaikoetxea, sino también la actualización de su ideología. Lo sustancial: el abandono de la confesionalidad pese a mantener el viejo lema JEL de Sabino Arana (Dios y leyes viejas) y la aspiración a la restauración foral y también la apuesta por un «Estado vasco autonómico» solidario «con la libertad y los derechos de los demás pueblos del Estado», un híbrido que marcaría ya desde aquella temprana fecha la senda de soberanismo pragmático que ha seguido el PNV después, rota en el ensayo de acumulación de fuerzas abertzales de Lizarra.
Como recuerda De la Granja Sainz, ante la disyuntiva de integrarse en el Frente Nacional Vasco propuesto por ETA y su entorno u optar por una estrategia moderada de «unión vasca» por la autonomía, el PNV se decidió por lo segundo, «continuando la trayectoria de los gobiernos de coalición de Agirre y Leizaola en el exilio».
En alianza con el PSE y la pequeña formación nacionalista ESEI, fue elegido senador Manuel de Irujo. El dirigente jeltzale, ministro de Justicia en el Gobierno de la República, fue, de hecho, uno de los grandes protagonistas del cónclave, recién llegado en avión desde París, y simbolizó la continuidad -la cadena que no se rompe, como le gusta decir al partido- con el PNV de la República, la Guerra Civil y el exilio.
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