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En su esperado discurso en el Senado italiano de este martes, Mario Draghi ha afirmado que la Unión Europea «debe actuar como un solo Estado» ... para establecer una cadena de mando a «escala superior» y concentrar el enorme gasto en defensa que ya se realiza por los estados miembros de la Unión de forma dispersa y doctrinalmente descoordinada.
El despertar del Leviatán europeo monopoliza nuestra agenda en plena reacción soberanista de los colosos westfalianos, el puñado de Estados a los que podemos seguir llamando, todavía, soberanos, que son las grandes potencias que se disputan áreas geográficas enteras de influencia en diferentes campos de batalla como el militar, el tecnológico, el comercial, el monetario o el intelectual. Por eso, la escala que propone el banquero italiano parece ser la única razonable para que un continente, el nuestro, y sus habitantes, nosotros, tengamos alguna posibilidad de no quedarnos condenados a la periferia del reparto geopolítico mundial.
En esta realidad, la necesidad de soberanía no es ni retórica ni simbólica. Y es imposible hablar de soberanía sin colocar la cuestión de la defensa en medio del debate. Defender una soberanía sin defensa es irreal, plantear la dicotomía entre hospitales y tanques es infantilizar el debate y reivindicar una autonomía estratégica sin estrategia es, directamente, pedalear sin saber a dónde. La izquierda corre el peligro de quedar atrapada entre un universalismo abstracto y un moralismo desprovisto de herramientas para la política factual, premisas bajo las cuales tiene el debate perdido de antemano.
El economista francés Piketty describe la etapa histórica que va de las grandes revoluciones liberales del XIX a la 'Gran redistribución' (1914-1980), apuntando que la bajada de la desigualdad fue acelerada (si no macabramente inducida) por las guerras. Desde luego, no ha hecho falta ninguna amenaza rusa (real o imaginaria) para que nuestras elites privatizaran hospitales o recortaran en educación. De hecho, la historia del siglo XX nos ha enseñado que un antagonista poderoso puede ser un incentivo para invertir en la cohesión social propia.
Aquí tiene la izquierda una interesante forma de encarar este debate: la Europa geopolítica necesita una nueva gran redistribución para revertir la tendencia a la concentración de capitales y a la fatalidad del crecimiento de la desigualdad. Si nos fijamos, 1789, 1848, 1917 o 1945, fechas icónicas del relato de la izquierda, son, también, «momentos europeos». La escala de Draghi es la única viable, la de la soberanía europea con defensa europea. La izquierda está llamada no a disputar la pertinencia de esta escala, sino a ponerla al servicio de un proyecto universal, necesariamente alternativo al de quienes, a día de hoy, dirigen en solitario, por incomparecencia del rival, el debate existencial de nuestro porvenir.
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