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La batalla del relato era esto. «En libertad el vecino de Portugalete Aitor Fresnedo...». Veinticinco años entre rejas por ser de Portugalete, ironizaba un tuitero para glosar el recibimiento a las puertas de la cárcel del susodicho, que firmó autógrafos cual estrella del rock. «Vuelve ... a Santutxu, tras veintiséis años en cárceles españolas Agus Almaraz..». Ni rastro de los crímenes terroristas que los llevaron a prisión, ni rastro de los nombres de sus víctimas en las crónicas de parte que celebran la salida de cada recluso del EPPK con ecos de un cantar de gesta.
Sostiene la ortodoxia abertzale que el entorno cercano de los reclusos de ETA tiene derecho a recibirles y que Sortu puede igualmente aplaudir que vayan vaciándose las cárceles, no por una amnistía que dejaron de pedir cuando se rindieron a la evidencia de su derrota democrática sino por la lógica extinción de las condenas por delitos que, para esa parte de la sociedad que ha pasado página, ocurrieron hace una eternidad pero que para las víctimas suceden de nuevo cada día. Sobre todo si hay quien se empeña en hurgar en sus heridas.
Acierta, por lo tanto, el Gobierno vasco cuando denuncia la revictimización que suponen los homenajes notorios a terroristas condenados. No es lo mismo un abrazo en la intimidad que el sonido de un txistu en la plaza pública. Porque la música festiva del segundo lanza un mensaje implícito y demoledor, la de que la comisión de horrendos delitos merece celebrarse como la hazaña de un prócer de ese ente abstracto -el pueblo- al que siempre apela la izquierda abertzale.
Porque lo escandaloso del pasacalles de Santutxu no es que los etarras tengan allegados que quieran ensalzarles como a héroes. Lo escandaloso de verdad es que una sigla plenamente integrada en el sistema de partidos como Sortu (el gen dominante en EH Bildu, donde no queda ni rastro, por ejemplo, de aquella EA que fue pionera en el rechazo ético al terrorismo) lo aplauda abiertamente. Y que lo haga jactándose de que, pese a los años de cárcel, Almaraz siga «en pie y rodeado del cariño de su pueblo». «Dignidad», celebraba el tuit de la cuenta de Sortu en Bilbao, adornada con emoticonos de puño en alto.
Acierta, por lo tanto, Covite al denunciar la humillación que para las víctimas supone esa exaltación, en suma, de la trayectoria vital de alguien que no se arrepiente de sus crímenes. Resulta no solo el reverso (indigno) de la cabeza alta de la que presumen sino indignante para una sociedad que, tras décadas de terror, está obligada a enraizarse en un suelo ético inequívoco. También resbaladizo jurídicamente al no existir ya ETA, aunque no quepa ninguna duda de que homenajes multitudinarios como el que se prepara en Mondragón al sanguinario Parot multiplican el sufrimiento de las víctimas.
El problema (que también) no es tanto que haya gente que siga pensando que matar estuvo bien sino que haya quien pueda defenderlo, de manera más o menos velada, desde las instituciones. O que reclusos que en teoría han aceptado reinsertarse lancen un indisimulado mensaje de orgullo por su pasado terrorista. El blanqueamiento político de una EH Bildu incapaz también de respaldar a una Policía democrática que vela por la salud de todos no oculta la enorme distancia que aún le separa de los estándares exigibles en una sociedad que pueda sostenerse la mirada en el espejo.
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