La única certeza que hay en la actualidad es la falta de certeza». Tal es el tópico que suena ya tanto a lo que es, que sonroja repetirlo. Pero su topicidad no le resta veracidad. Y cabe además aplicarlo, no sólo a las incertidumbres que ... oscurecen las áreas de la economía o la geoestrategia y que derivan de la guerra en Ucrania y la crisis energética, sino que se extiende a otras convicciones que nos habían guiado hasta la fecha en nuestra vida política y social. Más aún, sus efectos no se limitan a la mera perplejidad que paraliza la mente y obstaculiza la capacidad de acción. Por su letalidad, equivalen, más bien, al de una bomba de racimo, que, al explotar y fragmentarse, expande sus destrozos a todo lo que se encuentra en su derredor. La nueva incertidumbre, la llamada falta de certeza, se confunde así con esa liquidez en la que lo sólido se hace líquido y de la que habla la filosofía de la posmodernidad.
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En lo que se refiere a la política, la incertidumbre o la liquidez conceptual equivale a un cheque en blanco que se extiende al individuo -o al partido- para que compre las opiniones que más le gusten y defienda los criterios que más le convengan. Si nada es cierto, cualquier idea vale y es defendible con la misma autoridad que la contraria. Tal convicción no campa sólo en las redes sociales, donde, como canta el tango, «todo es igual, nada es mejor... Lo mismo un burro que un gran profesor». Se ha infiltrado asimismo en la vida social y política normalizada, en la que las viejas ideas languidecen y se deshacen, convertidas en meras opiniones que compiten entre sí sin rango que las avale y jerarquice. Su valor se mide en términos de poder, de manera que la aritmética allana el espacio que antes ocupaban los principios, ideas y valores. Sólo cuenta lo que se cuenta.
A nadie le será difícil ver reflejada esta filosofía, por darle algún nombre, en el tira y afloja que viene produciéndose estos últimos cuatro años en torno a la renovación del CGPJ o del TC. Aquí, los valores constitucionales se han visto suplantados por sumas y restas que expresan la relación de fuerzas del poder. Lo mismo ocurre en la tramitación de la ley trans, en la que la reflexión sobre criterios avalados por la ciencia y la jurisprudencia, imprescindible en asunto tan sensible, ha cedido ante el cálculo aritmético y el capricho ideológico. Cualquier opinión, por peregrina que sea, goza de la autoridad que le otorga su condición de palanca en la lucha por el poder. Valga sólo añadir, a fin de evitar ociosas repeticiones, otros casos que, como el intento de reforma del Código Penal, están abordándose en el Parlamento. Que salgan o no los números es lo único que da o quita razón. Mucho tiene -qué duda cabe- la democracia de aritmética, pero procuraba antes aquella, para no exhibir su obscena desnudez, cubrirla con el casto manto de los principios y valores.
No son éstas cuestiones de poca monta. Afectan, más bien, abusando de la coartada de la incertidumbre, a la misma estructura del Estado. La necesidad del cálculo aritmético, de buscar aquí y allí lo que falta para ganar o mantener el poder, está sumiendo el sistema en una especie de 'patchwork' o centón en el que se ponen o quitan, a conveniencia, piezas para que el entramado que resulte sea manejable. La chiripa asume así la función de la racionalidad y deja al azar un constructo con el que la posteridad habrá de cargar y decidir si mantenerlo o darle, otra vez, la vuelta. El riesgo de supeditar el resultado a la arbitrariedad y a las condiciones que habrá impuesto el ansia de poder será evidente.
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Podría alguien pensar que tal proceder, además de inevitable, es el idóneo en un país caracterizado tanto por su complejidad ideológica y territorial cuanto por ciertos rasgos de indefinición en que lo dejó la Constitución, a expensas de las concreciones que pudiera introducir el órgano competente. La aportación de todas las piezas al constructo final sería así uno de los modos de ir cerrando, por la necesidad de garantizar el ejercicio del poder, lo que quedaba abierto. Quizá. Pero a uno le queda la impresión de que el proceso, tal y como está llevándose a cabo, ha convertido la incertidumbre en desasosiego, ante el riesgo de que la improvisación y la arbitrariedad hayan acabado marginando toda racionalidad y haciendo del Estado, y no sólo del Gobierno, el auténtico Frankenstein.
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