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«Era imposible que alguno se salvara». Con esta frase resume Manuela Viera lo que ocurrió aquel 1 de febrero de 1980 en la carretera que lleva a Ispaster. Su marido, José Gómez Martiñán, fue asesinado por ETA hace cuarenta años junto a otros ... cinco guardia civiles: Alfredo Díez Marcos, José Gómez Trillo, Antonio Marín Gamero, José Martínez Pérez-Castillo y Victorino Villamor González. Fue uno de los atentados más mortíferos de los años de plomo.
Natural de Algeciras, José tenía 24 años. Manuela, 22. Se conocieron en Tarifa por medio de una amiga y se habían casado apenas siete meses antes de la emboscada. Vivían en Lekeitio, donde fue destinado tras salir de la Academia en 1978. «Éramos unos críos», reconoce su viuda en conversación con este periódico. «Todos iban a Euskadi. Le dijeron que estaría dos años y luego ya podría ir más cerca de Andalucía», evoca. «¿Que si tuve miedo? Sí. Pero no me permitía pensar en ello. Teníamos cuidado con todo, nadie era tu amigo. Sólo nos reuníamos entre nosotros, los guardias civiles y sus familias. En el fondo, creíamos que no nos iba a pasar nada». Esa mañana a José no le tocaba hacer ese servicio. «Le gustaba la carpintería y había estado trabajando la tarde anterior», revela Manuela. Pero ya por la noche le avisaron de que tenía que presentarse porque uno de los compañeros estaba enfermo.
Testimonio de Manuela Viera
Fue tal día como hoy hace cuatro décadas. A las siete y media de la mañana un convoy formado por vehículos de la Guardia Civil y de la fábrica de armas Esperanza y Cía. abandonaba Markina dirección a la playa de Laga para probar algunos morteros. Los terroristas les aguardaban el kilómetro 53 de la carretera BI-V-1249, a un kilómetro escaso de Ispaster, puntualizan varios compañeros del servicio de información del instituto armado. El convoy llegó a ese punto pasadas las ocho.
Era una zona boscosa y de curvas que les obligaba a reducir la velocidad, facilitando la emboscada. Los etarras -calculan- serían unos ocho. Atacaron primero el último Land Rover de la Guardia Civil. Después fueron a por el otro. En apenas dos minutos, los agentes fueron acribillados desde el lado izquierdo de la carretera con fusiles de asalto, subfusiles, una escopeta de caza, una pistola y granadas de mano. «Cada vehículo tenía cincuenta impactos. Los primeros en caer fueron los conductores».
Un terrorista obligó a los técnicos y los vigilantes a salir de su vehículo -permanecían agachados en su interior- y a mantenerse a la espera a un lado de la carretera. Desde allí, narraron después, escucharon «disparos cortos» que creyeron habían efectuado los terroristas a los heridos. Para asegurarse de que ningún agente sobreviviera, varios miembros del comando arrojaron una granada de mano en el primero de los Land Rover. Al intentar repetir la operación con el segundo vehículo, el artefacto les hizo explosión. Dos de ellos, Gregorio Olabarria y Xabier Gorritxategi, resultaron heridos de gravedad.
El comando abandonó el lugar del atentado para tratar de salvar a sus dos integrantes. En su huida, y para poder cargar con sus compañeros, se desprendieron de tres de sus armas -debido al peso-, un subfusil y dos fusiles de asalto, revelan desde la Guardia Civil. Ambos etarras acabaron falleciendo. A Olabarria le trasladaron hasta Natxitua, cerca de Ea. Pidieron al dueño de un bar que llamara a un médico, pero murió antes de que éste llegara. Gorritxategi tampoco sobrevivió y fue abandonado por los terroristas en la puerta del cementerio de Ermua, envuelto en una ikurriña. La Audiencia Nacional condenó a Jaime Rementería por su cooperación en las labores de ejecución del atentado y a Francisco Esquisabel por facilitar la información para llevarlo a cabo. Los autores nunca respondieron ante la Justicia.
Fue uno de los guardas jurado que viajaba en el convoy quien se desplazó hasta Ispaster para dar aviso del atentado al cuartel de Lekeitio, ahora reconvertido en hotel. «En un primer momento se reaccionó como si pudiese ser una trampa», reconocen desde el instituto armado. Hasta que varios agentes se trasladaron hasta la zona de la emboscada y toparon de bruces con un escenario dantesco. El mismo día del atentado, el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, ordenó la creación de una Delegación Especial de Seguridad para el País Vasco y Navarra, y puso al frente al entonces jefe de la Policía Nacional, José Antonio Sáenz de Santamaría. Se reforzó, además, el despliegue policial con la presencia de los 'geos' y las Unidades Antiterroristas Rurales, recientemente creados.
27 años. Casado con dos hijos y natural de Oliva de la Frontera (Badajoz)
26 años. Soltero y natural de Oria (Almería).
41 años. Soltero y natural de Quecedo Valdivielso (Burgos).
30 años. Casado con un hijo y natural de Xirivella (Valencia).
25 años. Casado con un hijo y natural de Fermoselle Zamora).
Manuela había salido a comprar. «Quería poner repollo para comer porque a José le gustaba mucho». Estaba en la tienda cuando unos vecinos comentaron que se había producido un atentado cerca. «Me marché corriendo a la garita de Lekeitio, pero no me quisieron decir nada». Un compañero de su marido la llevó a su casa junto a su esposa. «Yo ya sabía lo que había pasado», reconoce. De allí la llevaron al hospital de Cruces. «Estuve metida horas en el coche porque nos recomendaron no ver a nuestros familiares. Pero yo dije que quería identificar el cadáver». Aunque en un primer momento la respuesta fue no, finalmente accedieron. «Tenía disparos en la cabeza. Al parecer abrieron la puerta para rematarle. Tenía los ojos abiertos y yo se los cerré. A partir de ahí, no me enteré de nada», reconoce. «No sabía ni qué hacer». Solo recuerda que las piernas no le respondían. No podía andar. «En vez de gritar, de llorar desconsolada... mi reacción fue diferente, y mi cuerpo dejó de funcionar». Estuvo dos meses en la cama con tratamiento y sin poder levantarse. Las secuelas la han acompañado desde entonces.
«Dos féretros por cada Land Rover». Así se trasladaron los seis cuerpos hasta la casa cuartel de La Salve, en Bilbao. Los propios compañeros se encargaron de amortajar y de comprar maquillaje para preparar los cuerpos. El funeral se celebró el en garaje. En los ochenta, se temía que un sepelio de esas características en una iglesia pudiera ser objeto de un nuevo atentado. «A la semana, nadie se acordaba. No teníamos apoyo de nadie. Y, por supuesto, al año siguiente, en el aniversario, solo estábamos la familia y los amigos», lamenta Manuela.
Hace cuatro años, la Asociación Víctimas del Terrorismo, de la que es socia desde su fundación, le llamó para plantearle participar en un documental. Fue entonces cuando pisó por primera vez el lugar donde ETA asesinó a José y a sus cinco compañeros. «Tenía esa espina clavada, quería ir. Me sentí aliviada», asegura. Manuela, que sigue manteniendo el contacto con algunos de los excompañeros y familiares del resto de los guardias civiles que fueron asesinados aquel día, rehizo su vida con los años. Se volvió a casar y tuvo tres hijas. Ellos saben lo que hizo ETA y siempre la han apoyado: «Cuando se acerca el 1 de febrero me encierro, no hablo con nadie. Esa fecha es mía».
Presidente del Gobierno
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