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Idealistas y desesperanzados

Los humanos solo tenemos un mundo, una realidad, que se puede cambiar, pero con esfuerzo, tomando partido, viendo lo que puede tener futuro o lo que lo destruye en su propio nacimiento

Lunes, 13 de noviembre 2017, 01:26

Un profesor de filosofía contaba hace muchos años a sus estudiantes que no debían sentir complejo ante los idealistas. Si estos creían ser superiores por la pureza de sus ideales, ellos no debían creérselo, puesto que si los idealistas no se ensuciaban las manos no era por idealistas, sino porque no tenían manos. El que no tiene manos no puede ensuciárselas.

Aunque las situaciones a veces se vuelven complejas, la historia no espera y es preciso actuar o tomar posición con la probabilidad de ensuciarse las manos. Cuando no se puede no tomar decisiones, cuando las cosas se han puesto serias hay que arriesgarse y ensuciarse las manos. La tan alabada emisora de radio de la BBC, preguntada por qué no llamaba terroristas a los asesinos de ETA, contestó que el término «terrorista» implicaba valoración y no era neutral, y ellos estaban obligados a la neutralidad.

Quizá se lo creían, pero en la lucha antiterrorista no había dos bandos iguales sino bien diferentes: el Estado de Derecho que protegía las libertades de todos los ciudadanos, y los terroristas, que amenazaban con su terror la libertad de los que definían como enemigos del pueblo vasco. En esa situación no puede haber neutralidad. Y la BBC quedaba moralmente sucia porque protegía verbalmente más a los terroristas que a las víctimas del terror.

En muchas situaciones complicadas el primer deber es intentar saber si entre los contendientes existe igualdad, o si es posible establecer diferencias que obligan a tomar posición. Como lo hizo EE UU en las dos guerras mundiales, como lo hace Europa ahora ante el terrorismo islamista, como lo hace cualquier Estado de Derecho ante la corrupción y el fraude fiscal. En todos estos casos es preciso ensuciarse.

En el caso de la cuestión catalana sucede algo parecido. La complejidad no radica en que en Cataluña existan nacionalistas radicales, y en que éstos quieran expresarse abiertamente en público. Tampoco radica en que propugnen por medio de partidos la independencia de Cataluña, algo que llevan haciendo mucho tiempo. La complejidad radica en que en Cataluña también existen muchos ciudadanos que no quieren ser reducidos a su catalanidad, sino que quieren mantenerse en conexión con España y todo lo que esto significa: el uso de la lengua, sentimientos, cultura y, sobre todo, la garantía de los derechos por el sistema constitucional español. Ciertamente la co-existencia de ambos grupos, con todos los matices y diferenciaciones obligadas, es una cuestión compleja.

Pero la cuestión catalana de estas últimas semanas es algo distinto. Por una lado nos encontramos con una institución representativa -el Parlament-, y otra de gobierno -la Generalitat-, que han ido dando pasos para hacer efectivo el ideal de la independencia. Y lo han hecho violentando el reglamento del Parlament, hurtándose a sí mismos la base de legitimidad que les permitía actuar desde el poder, el Estatut y la Constitución, -el momento en el que Marta Rovira afirma que ello, que forman la mayoría exigua de parlamentarios por la independencia, están más allá del Estatut y de la Constitución y por esa razón pueden dejar de lado todas las previsiones reglamentarias, todas las normas y la opinión de todos los órganos estatutarios previstos para la tramitación de proyectos de ley-, y por otro el Estado de Derecho, el poder ejecutivo -Gobierno central-, el poder legislativo -Senado-, y el poder judicial -Tribunal Constitucional y Supremo-, todos ellos con plena legitimidad.

En esta situación existe una parte que actúa en el vacío de legitimidad, violentando los derechos de los parlamentarios, incumpliendo sentencias e impulsando a los ciudadanos a participar en actos ilegales, y existe otra parte que, por muchos errores políticos que haya podido cometer, actúa en defensa del orden constitucional, que es el que garantiza los derechos y las libertades fundamentales de todos los ciudadanos. Tomar partido en esta situación no es optar por un bando frente al otro, ambos con la misma legitimidad, es optar por el derecho y la ley frente a la voluntad y el sentimiento, es optar por lo que constituye la comunidad política frente a lo que, a lo más, puede constituir una comunidad sentimental, un club de fútbol o una secta.

El idealista no quiere tomar partido, no quiere ni DUI ni art. 155, no quiere ensuciarse tomando partido, no quiere estar ni con unos ni con otros, o quiere estar en todas partes a la vez, como el Dios del ocasionalismo, el que, si no le gustaba el mundo creado por él mismo como ocasión de manifestación de su omnipotencia, lo destruía y se creaba otro mundo, otro escenario, otra nueva ocasión para lo mismo. Pero los humanos solo tenemos un mundo, una realidad, que se puede cambiar, pero con esfuerzo, tomando partido, viendo lo que puede tener futuro, o lo que lo destruye en su propio nacimiento.

Los idealistas no quieren tomar partido, no quieren optar, no se deciden, porque eso les mancha, les deja mal ante unos u otros. Y no quieren optar entre el derecho y la ley frente a la voluntad de poder y el sentimiento de pertenencia que niega otros sentimientos de pertenencia en la misma sociedad. Quiere quedarse puro, como Ada Colau y Nuria Parlón. Pero su única salida es la desesperanza, no porque los problemas no tengan solución a corto, medio o largo plazo, sino porque ellos no están dispuestos a ensuciarse las manos para trabajarlo. Y solo les queda la desesperanza estéril.

Escribe Iñaki Uriarte en sus diarios que Philippe Roth dice que un libro surge de apilar la basura que uno lleva dentro, echar gasolina, volver a amontonar más basura y prenderle a todo fuego. Eso crea un libro. El futuro no nace de la esterilidad de los idealistas, sino de la hoguera de nuestras basuras, de nuestras manos sucias por haber apostado por el derecho y la ley y por la sujeción de los sentimientos a ellos, no por su negación.

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