Sostienen los anglosajones que el diablo está en los detalles. Y tienen razón. En muchas ocasiones el mensaje más potente no está en lo que se dice ni tan siquiera en lo que no se dice -de omisiones podríamos hablar largamente al desmenuzar la pomposamente ... bautizada como 'Declaración del Dieciocho de Octubre'-, sino en cómo se dice. Los trajes impolutos de Otegi y Arkaitz Rodríguez en los atriles blancos de Aiete resultaban ayer más elocuentes que unas palabras que ya se habían pronunciado antes, 'grosso modo', aunque no con la misma cuidada escenografía. Y explican asimismo su resonante eco más allá del Ebro, que diría el propio Otegi, a pesar de las escasas novedades que contienen.

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ETA ya había comunicado en un manifiesto «al pueblo vasco sobre el daño causado» antes de su autodisolución: «ETA reconoce la responsabilidad directa que ha adquirido en ese dolor, y desea manifestar que nada de todo ello debió producirse jamás, o que no debió prolongarse tanto en el tiempo». Lo de Otegi es un calco de lo que ya había asumido el primo de Zumosol en un comunicado en el que, por cierto, distinguía entre las víctimas que lo fueron «a consecuencia del conflicto» y las que murieron o resultaron heridas «por error». El propio líder de la izquierda abertzale entonó el 'mea culpa' en 2012, en plena precampaña vasca: «Mis más sinceras disculpas, acompañadas de un 'lo siento' de corazón».

De inédito, poco, pese al bombardeo constante para presentarlo como tal. Sin negar, por supuesto, que todo ejercicio de empatía con el dolor ajeno resulta reconfortante y que sí es novedoso el ofrecimiento para ayudar a mitigar el sufrimiento de las víctimas. El celofán, eso sí, resultó llamativo, hasta tal punto que la propia EH Bildu recopiló todas las reacciones más o menos entusiastas y las envió a media tarde como envueltas para regalo.

Como en 2018, o en 2012, el 'momentum' tampoco está ahora elegido al azar, en el simbólico décimo aniversario del fin de la violencia. Los propios socialistas, que saludan con convicción el gesto, reconocían en privado que EH Bildu busca los focos para eclipsar el protagonismo de los demócratas en la derrota de ETA. Ahí es donde entran los trajes oscuros que ayer sustituyeron a las camisetas reivindicativas que usan para celebrar las victorias judiciales o dar mítines en Cataluña. O a los vaqueros y los txistus del pasacalles con que fue recibido el etarra Almaraz en Santutxu hace solo dos meses, con apoyo expreso de Sortu. El impecable envoltorio subrayaba el mensaje que realmente se quería comunicar: 'no somos los mismos de hace diez años, somos gente seria, gente a la que cualquiera puede votar y con la que cualquiera puede pactar'.

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Operación blanqueo, a tono con los níveos atriles. Y con el aplauso unánime de la mayoría de la investidura, con Sánchez y Podemos a la cabeza, deseosos de facilitar el tránsito de sus socios a la legitimidad plena. Lo cual no oculta que no ha habido relevo generacional en la izquierda abertzale y que por eso mismo sus dirigentes no condenan a ETA: sería tanto como enmendar su propia trayectoria o reconocer su trágico error. Es por lo tanto, lo de ayer, más política que historia. Histórico es el etarra Etxezarreta, intepretado por Luis Tosar, diciéndole sin luz ni taquígrafos a Maixabel Lasa: «A mí también me gustaría ser Juan Mari y no su asesino».

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